domingo, 14 de agosto de 2011

SORÉT

Piérre escupía cuando hablaba, luego me decía que tenía los lentes sucios de gotitas. Sí, de tu saliva, pensaba. No le decía nada por su constitución descerebrada y su condición humana. Cuando se acercaba, me sacaba los anteojos e igual mantenía una cierta distancia, que él hacía lo posible por sortear. En eso estábamos cuando caí por una escalera de piedra. Infinitos golpes quedaron a lo largo y ancho de mi persona. Ya en el piso lo vi en la mitad de la escalera, pidiendo ayuda para mí, a los gritos y a nadie, porque no había ningún cristiano en el lugar. Cuando llegó la ambulancia, Piérre permanecía en la mitad de la escalera, comiéndose las uñas al grito de -¡Qué impresión!,
¡Qué impresión! - . Casi desmayada me llevaron, alcancé a decirle con un hilo de voz – imbécil, retardado-.

Reintegrada al trabajo, encuentro que mi compañero inmediato es Piérre, en persona. A esa altura de los acontecimientos no tenía dudas, era un tipo insalubre. Yo trabajaba a destajo mientras Piérre me miraba con el codo apoyado en mi escritorio, tomando una gaseosa. Hacía un ruido chupóptero alto y repugnante mientras tomaba. Trataba de no eructar, nunca pudo. En algún descanso, Piérre, escrutando mi mandíbula inferior, me tocó con un dedo diciendo - ¡Eureka! Veo una incipiente prominencia que devendrá en futura papada, esto es el comienzo. Yo tenía veinticinco años y Piérre me sacó de quicio o su comentario o ambos, enganché su silla con mi pie libre y lo tiré al piso con el placer del odio. Piérre me arrojó lo que quedaba de su vaso que estalló. Mil astillas cubrieron mis manos y mi cuello. – Fue sin querer, fue sin querer- clamaba el idiota. Tres compañeras necesité para quitar los vidrios incrustados de modos tan absurdos como Piérre mismo. Nadie pudo explicar el fenómeno de los vidriecitos clavados. Llevé durante una semana apósitos en las heridas. Él pidió una semana de licencia. Temió mis últimas palabras, amenacé con destrozarlo a mano.
Dentro del trabajo, gozaba del privilegio de media hora libre. Paseaba bajo los palo-borrachos y un exquisito aguaribay que llovía ramas tranquilas, me tiraba boca arriba sobre el césped cortado y tupido. Esa era mi libertad, aseguraba soledad, desde aquellos tiempos las gentes preferían las baldosas y la salchicha en sus respectivos descansos. Tenía los ojos entornados y la brisa se cortó en mi entresueño. Piérre, el invasor miraba como si yo fuera un yuyo interesante. Tenía los anteojos de ver de cerca unidos con cinta engomada y desde un metro de distancia habló acerca de mis lamentables lunares con pelos que, tan joven, se insinuaban en mi mentón. Todo dicho con aliento a caca de gallina. Le pregunté si le gustaba comer pollo, no sin antes girar sobre mí misma dos veces para incorporarme lejos de su hedor. Dijo que era su comida predilecta, junto con los menudos que su anciana madre cocinaba aparte, del pollo su familia aprovechaba todo.
No pude resistir informarle que me daba cuenta por el olor a deposición de ave cuando abría la boca. No se le movió un pelo, la mugre se lo impedía.

Con ojos de pasar por alto mi reflexión recordó que su madre era francesa, en su casa todos se comunicaban en ese idioma. Eran once hermanos y la casa chorizo que los cobijaba, según Piérre, era una sucursal de París. Eran los cuentos de esa familia tan similar a los “Buendía” lo único que me complacía de sus relatos. Lo entusiasmé para que siguiera con sus descripciones mientras nos dirigíamos a la cárcel del trabajo. Hubo un momento donde señaló la fuente que debíamos bordear diciendo que en el fondo de su casamata había una igual a ésa. Escuché hasta ahí porque con su bastón doblado me golpeó la espalda, como para indicar y caí dentro del agua estancada. Piérre era tonto y gentilhombre, extendió su bastón para que pudiera sostenerme y salir del pantano. Dos nenúfares colgaban de mi pelo. Piérre aplaudía cuando emergí y con voz de puto decía que La Primavera de Boticelli había reencarnado en mí, gracias a él.
Trabajé de ese modo, ropa mojada y flores en el pelo. Eficiente y digna, es lo mejor para que nadie se atreva a interrogar.

Subí a mi Citroën viejo y esperé la salida de Piérre.
Venía haciendo ademanes al aire. Arranqué, más convencida que peronista fanático, di marcha atrás en el momento preciso, el golpe que recibió Piérre fue precioso.
Todos mis emprendimientos son un fracaso, Piérre no murió.