Queridos Lectores,
durante una semana no subiré cuentos por
razones personales.
Patricia.
BLOG DE AUTORA. CUENTOS CORTOS. SE AGRADECEN COMENTARIOS (AÚN LOS ANÓNIMOS) LA OPINIÓN ES UN DERECHO DE TODOS.
Ramón encontró
el bolso preparado a los pies de la cama y la ropa de viaje colgaba impecable,
de mayor a menor, fuera del vestidor. Coca era la autora de organizar sus
viajes mensuales al campo, ella se quedaba.
Cuando Ramón la
despidió con un beso gastado, ella alejó su mejilla y apoyó el whisky matutino
en la cicatriz. Todavía pensaba el choque como un agravio personal. Le señalaba
la culpa con el vaso. Ramón le recordó la cita con el cirujano, sugirió que
fuera con su mejor amiga. Él no podía llegar a tiempo, había complicaciones con
el encargado. Coca no dijo nada. Desde el accidente no le dirigía la palabra.
En el auto Ramón recordó la infausta cosecha y aceleró. Cortó por un camino de
tierra, divisó el rancho y le sonrió al espejo. Él era feliz mirando sembrados,
enamorado de esta pampa tan lisa. Protegido por el cielo y amparado por el
rancho que Coca diseñó respetando el estilo tradicional, con techo de paja,
paredes de adobe, galería austera y ventanas de juguete.
Ramón comía
frente al espejo de la cocina. Miraba hacia sí mismo, recordó la cicatriz de
Coca, sus ojos acusando, para tapar el odio de antes del episodio. Se acostó de
su lado, respetaba sin querer, el lado de Coca. Una vez le apareció por
sorpresa, hasta se reía con sonido. Fue un milagro para Ramón. Después, nunca
más.
Se la quiso
sacar de la cabeza y cruzó a charlar con el encargado, gordo buenazo que hacía
el mejor mate del país. Remigio le daba paz. Casi ni decía, pero decía.
Viajaban al mundo de ver luces raras en el cielo o caminar entre el maizal. Se
reía Remigio cuando lo veía andar lento, como si fuera viejo. Ramón lo saludaba
con la mano en alto y se metía en el rancho. Tenía un mensaje en el
contestador, era la amiga de Coca. Una voz rara, le decía que Coca había
partido, por propia voluntad. Le aconsejó que viajara, despacio, total ya
estaba. Ramón caminó lento hasta el auto, manejó sin prisa, lloraba con ganas.
Nos íbamos por
unos días a una playa de pueblo chico y tranquilo. Mamá estaba enojada, nunca
supe por qué, ni me preocupé, lo suyo era un estado permanente, la frente con
gesto de disgusto. Le pedí que vinieran con nosotros, mi viejo hubiera
aceptado. Ella no. Adujo que debía hacer muchas cosas. Muchas era tejer y
limpiar, cambiar de lugar algún mueble. Encerar lo que a mí jamás se me hubiera
ocurrido. Hacía de cuenta que era su casa, mientras papá pedía permiso para
todo. Tenía cara de cansada y color pálido. Limpió su casa de Buenos Aires,
luego vino al campo y limpió hasta la tranquera. Pasó por el pueblo y limpió el
departamento de mi hermano y al fin mi casa. Un placer para ella. Mientras
hacía criticaba mi no hacer, que era lo que más me gustaba hacer.
El día antes de
partir la invité a caminar la sierra y respirar árboles. Fue extraño ella nunca
quiso ni quería salir conmigo, esta vez aceptó. Noté que se fatigaba muy rápido
y decidí volver, no recuerdo mi excusa. Por la noche me dio un beso y puso su
reloj en mi muñeca. Un regalo y un beso, dos acciones ajenas a nuestra no
relación. Me gustó y no me gustó, como a toda histérica. Lo elaboré en
análisis, mami no pudo o no supo aceptarme. Ese karma nunca se fue, lo sacaba
en palabras pero las improntas de la infancia nos acompañan toda la vida. El
día que partimos les hice jurar que esperarían nuestra vuelta para retornar a
Buenos Aires, papá dijo que desde luego, mamá forzó una sonrisa.
Un día de playa
que el bebé disfrutó más que nosotros, rodamos por un médano hasta la casita.
Había una camioneta de la policía, miraron raro, uno de ellos me apartó del
resto y habló de algo que pareció ajeno, todo el aire se tiñó de negro.
Mis padres, dos
días antes de nuestro regreso, se fueron. La curva, alguien de contramano. Mamá
te debo una charla, vos no podés. Yo te hablo mamá por todo lo que nunca.
Discuto con vos aunque no estés. Fue idea tuya. Dos días antes. Por vos, por
todo lo que nunca.
El accidente
ocurrió a trescientos kilómetros de Río.
Seguro que se pasaban la cachaça de uno a otro para combatir la boca
seca del charuto que escondía noctilucas. Bartu conducía, era el más viejo de
la tribu. Escribanos hartos del estudio compartido, decidieron visitar el mejor
lugar de la tierra, cuando Buzios era una aldeíta de costas recortadas y sin
nadie.
Tenía que viajar
el pariente más cercano de cada uno para el reconocimiento. De la familia fui
yo mismo, el Bartaburu del medio. ¿Porqué el del medio es el que hace los
mandados, hasta para ver si mi hermano muerto era el muerto? Mi primer viaje en
avión. Un jet de Varig, ni cuenta me di de la experiencia. Whisky tras whisky
me tranquilizaban del dolor y de la bronca. Cuando lo vi se me aflojaron las
piernas y en lugar de llorar me reí a carcajadas, no lo pude creer. Le habían
pintado la cara con una base marrón, mejillas rojas, los ojos cerrados,
pestañas largas postizas, la boca tenía rouge colorado y dibujada una sonrisa
de payaso. El pelo me mató, se lo habían teñido de azul francia, la cabeza
rodeada de tules amarillos y violetas. Las manos cruzaditas en el pecho, con
las uñas pintadas de rosa intenso. Así era la costumbre con los muertos allá en
Brasil, el país que más amaba Bartu. Tal vez para tapar el blanco que da la
parca. Salí del lugar y no podía parar aquella risa. Firmé los papeles y me
vine. Bartu venía con el equipaje de los vivos. Siempre decía que cuando
muriera hicieran una fiesta bien divertida, con música de Pink Floyd al mango,
Janis Joplin y que no faltara Vinicius.
Un infierno
aquel velorio, había tanta gente que faltaba un pucho más y todos moriríamos de
asfixia. Mi madre llevó la crema Pond’s en la cartera pero no pudo limpiar
nada, la pintura parecía definitiva. Mi tía Petete compró rosas blancas para
tapar un poco tanto grotesco. Pero el color de Bartu pudo más que todo. Le
salió bien, murió como quería, con amigos que lo vieron y lloraban de risa
hasta doblarse. Mi hermanito, el Bartaburu adolescente trajo el equipo y la
música, bien fuerte, echó a todos los viejos indignados. Cuando no dimos más, ocupamos los sillones
y ahí sí lloramos todos, eso estuvo de más, diría Bartu.
En medio de
aquel momento de comunión trágica, cayó el nabo de Pushkariov y dijo humedades,
como siempre. Se disculpó con todos por haber llegado tarde, le dio un beso en
la frente al Bartu y salió gritando que mi hermano era de mármol, más frío
todavía. Pushkariov entró en el baño de inmediato y lo escuchamos vomitar. Para
tapar el asco del imbécil pusimos música de nuevo, esta vez Bob Dylan, que nos
llevó soplando en el viento y pareció que Bartu estaba entre nosotros.
Ir por la playa, le producía malestar, por
aquello de la celulitis o las várices. Se ponía una tohalla entera o una
pollera hindú, hasta los tobillos. Pañuelo, sombrero y anteojos. Lograba lo que
quería, nadie se daba cuenta quién iba, debajo de tanto trapo.
Tenía fecha para
operar su cara, estaba contenta y ansiosa. Un accidente de auto, sin mayores
consecuencias, le dejó una enorme cicatriz, en la ceja derecha y otra en la
mejilla izquierda. Con el paso del tiempo, casi parecían hilitos de seda, sus cicatrices.
No salió nunca
más de su casa, no recibía a nadie.
Al único que le
permitía verla, era a su marido. Según él para hacerlo sentir culpable sin
sentido, porque Coca manejaba, aquel trágico día.
A pesar de todo,
su casa estaba tan impecable como antes del accidente o más, mucho más.
El marido volvió
a su campo y esta vez, Coca no quiso ir.
Quedó sola, miró
todas las revistas de decoración que tenía. Luego las apiló por color.
Se vendó la
cabeza, con prolijidad de cirujano. Miró el espejo y siguió aplicando capas de
algodón y cintas de telas, de bordados primorosos. Le dio risa, su imagen
cabezona. Para dar por terminada la historia, se forró toda la cabeza, con
bolsas apretadas de nylon.
Con mano segura,
se pegó un tiro.
Coca, no manchó
con sangre, nada.
El muchacho
gordo apareció en un recodo de los árboles. Pasó una carreta y lo levantaron en
silencio. Judíos, judíos como él. De los fusilados, él se salvó, trepó entre
cadáveres buscando el aire, antes escuchó la partida del enemigo. Llegó
subiendo entre los cuerpos muertos y el aire lo llevó en un carro rural, de
judíos ricos.
Recalaron en Ensenada y era otra tierra,
anotaron sus nombres como sonaban. Al gordo lo mandaron al comedor para que
sirva guisos con carne y papas. Lloraban de emoción ante los platos. Piezas con
cocinita y baño a compartir. El muchacho llevaba y traía bolsas, con dos días
de trabajo, pagaba la pieza. Gordo como era, dormía en cama caliente y a las
dos horas seguía su labor hasta la noche. Sentía que algo explotaba dentro de
su cuerpo y caminó por la costa. Viajó de polizón en un barco carguero y llegó
al mismo lugar de donde huyó. El muchacho gordo apareció en un recodo de los
árboles, contento y flaco. Había olor a su aldea, la guerra había terminado.
Este invierno
tuvo frío. Él no tenía calefacción ni salamandra. Se calentaba con una sola
hornalla de la cocina, para gastar lo menos posible. Pero este invierno fue
distinto, no podía entrar en calor y andaba con dos piyamas superpuestos,
guantes rotos, sobretodo y sombrero enjaretado.
Le tentaba la
caja de palo de rosa, regalos de su Madre cuando era chico.
─Mamá!, esta
caja está vacía.
─Bueno, de eso
se trata, andá ahorrando desde ahora y la ponés adentro.
Tomó la decisión
de comprar una estufa eléctrica. Abrió su caja y retiró lo que había ahorrado
durante toda su vida. Encontró un lugar conocido y se compró la estufa. Todo un
fraude resultó. Era grande, del tamaño de un televisor, el frente era una placa
roja. Le enseñaron en el negocio, cómo se manejaban los controles.
─Si vive lejos
se lo llevamos nosotros.
─Sí, vivo lejos,
pero quiero llevarla caminando.
Le gustaba
caminar y portar semejante aparato bajo el brazo. Ni bien llegó a su casa,
prendió la nueva estufa, pensando que por fin estaría calentito. No había caso,
apenas entibiaba.
Al día siguiente
llegó al Negocio. Lo atendió el que se la vendió.
─Vea Sr, esta
estufa tiene algo roto, se la cambiamos por otra, pero la va a tener que pagar
de nuevo, en esta casa no aceptamos cambios.
Le dieron otra
estufa nueva, cuando se retiraba, un Custodio lo tomó del brazo y lo condujo a
la Caja.
─Acá le
confecciono la boleta, a ver...a ver..., tiene que pagar las dos.
─Pero, ¿si la
compré ayer?, ustedes mismo reconocieron que estaba rota. ¿por qué la tengo que
pagar de nuevo?
─Señor, ya le
expliqué, la Casa no admite devoluciones, por si no le quedó claro, el que
rompe paga y se lleva una nueva. aunque es posible que deba pagar las tres
estufas.
─¿Cuál es la
tercera?
─La tercera es
por las dudas.
─Pero no tengo
más plata.
─Vea, acá
tampoco se fía, como todo el mundo sabe: plata en mano, culo en tierra.
Ni bien llegó a
su casa la prendió. ¡Daba calor a todo! Nadie lo hubiera dicho, se partió la
pantalla en cuatro y por no tomar la distancia que corresponde, se sentó en la
estufa y se quemó ahí, (donde nos
quemamos todos los que nos gusta sentarnos en la estufa.)
Él, tomó la
estufa y caminó hasta el negocio, la arrojó en la vidriera, la hizo añicos.
Se sentó en una
escalera del banco, con su caja de palo de rosa, abierto a su lado y decía:
─¿No me daría
una monedita por favor?
Cuando se cansó
volvió a su casa y mientras se untaba los glúteos con Cicatul, miraba la caja
vacía.
Tomó por una cortada sin asfalto, le habían
dicho que se ahorraba trescientos kilómetros para su destino. El camino era
desparejo, piedras, pozos, charcos y novillos atravesando el camino.
La chata no anduvo más, sacó cables y volvió
a insertarlos, no tenía la menor idea de motores, midió agua, aceite, eso sí
sabía. Casildo tenía fuerza, intentó empujarla, en asfalto le daba resultado,
aquí sintió cómo el barro frío le trepaba a las rodillas. Su idea, hacía dos
años, era matarse por propia decisión.
Irónico, sería la primera decisión propia de su vida. Encontró un árbol,
con una rama ideal, la soga que traía la ató con nudo corredizo, sacó de la
camioneta el banco matero, se paró, envolvió su cuello y lo ató a la soga con
cuatro nudos. Pateó el banco y sintió calor. Le salió mal, sus pies tocaron el
piso. Venía una camioneta en sentido contrario:
—¿Quiere ayuda, Don? Este camino es jodido,
jodido, suba a la chata y lo empujo. No se olvide de la soga, no es útil para
esta situación.
Casildo le agradeció, al buen hombre, lo
empujó hasta la ruta. Ahora eran una vaca y dos novillos, que lo miraban con
bastante interés, por ser vacunos. Venían pocos autos, Casildo bajó de la chata
y caminó al medio de la ruta. Quedó firme. Los autos lo esquivaban y le gritaban:
“Puto”, “Boludo”, “Correte”, “Qué mierda te pasa”. Venía un Río Paraná, Casildo
se tiró al medio, quedó indemne. Todos bajaron del micro para socorrerlo.
—No tiene un rasguño el hombre, se salvó
porque no tenemos paragolpes ni trasero ni delantero.
Entre tres lo metieron en la chata.
—Dejémoslo aquí, llamo al 101 y que lo
vengan a buscar.
Casildo gritaba:
—¡¡Será posible que uno no pueda ni matarse
tranquilo, en este país de mierda!!
La vaca le pasaba la lengua para
tranquilizarlo.
Papá me llevó al
Circo, acción que llevó a cabo con el desconocimiento de la dictadura de Mamá.
Ella decía que los circos eran tristes, que maltrataban a los animales, que la
viruta del piso tenía piojos y los payasos, patéticos. Todos mis amiguitos habían
ido:
—Papá, llévame. ─le
pedía llorando─ todos los chicos ya fueron, menos yo.
Él jamás me dijo
que no a nada. Usó una estrategia que convenció a Mamita querida.
Después de sacar
las entradas, me compró uno de esos algodones dulces, gigantes, que se enroscan
en un palo. Papá se reía a carcajadas con los payasos. Yo me reía de las risas
de Papá, los payasos nunca me parecieron cómicos. Esperaba ansiosa las aguas
danzantes, resultaron ser chorros de agua iluminados con luces de colores.
Yo me había imaginado
personas de agua, que danzaban, con formas de humanos transparentes. Se ve que
el algodón gigante, más la desilusión hizo que me hiciera caca encima. No dije
nada, venían los equilibristas, ésos sí me gustaban. Mi Padre, que tenía una
nariz importante, preguntó:
—¿Patricita, vos no sentís olor feo, muy feo?
—Disculpá Papá
pero me hice encima.
—¿Te cagaste?
Vinimos a divertirnos y ¿vos te cagás encima?, vamos a casa ya.
—No, Papi, falta
para que termine.
—Levantate y
salgamos.
Caminamos hasta
la parada de Taxis.
—¿No me llevás
de la mano?
—¡¡¡Nooo!!!
agarrate de mi dedo, ¿cómo voy a llevar de la mano una nena cagada?
Nos detuvimos en
un Quiosco y compró un diario. Lo desplegó dentro del Taxi:
—Subí de este
lado.
Cerró la puerta.
Pensé que me dejaba sola, pero dio la vuelta y subió por la otra:
—Chofer, vamos a
48, nro 975.
Cuando llegamos,
pagó, descendió del auto, dio toda la vuelta y dijo:
—Saltá y andá
para casa.
Al Sr del Taxi,
le salían sapos y culebras de la boca.
—No escuches,
hija, el Chofer está loco, ahora metete en el baño, te prendo el agua bien
caliente y te enjabonás vos y tu ropa. Después de vos, sigo yo.
—¿Por qué Papi,
vos también te cagaste?
—No!!, me quiero
bañar porque la caca es tan contagiosa como la varicela ─ahora sí que cabe lo
de mocosa de mierda, como le dice su Madre.
─¿Lo puedo llamar Federico? ─me pareció uno
que se paga a sí mismo, o bien un pagado de sí mismo. Entonces lo empecé a
llamar Director.
─La primera pregunta que debo hacerle es
cuántas películas filmó.
─Recuerdo las que me gustaron, es difícil
gustarse a sí mismo. La última película me dejó satisfecho, descubrí cosas que
no había pensado antes. Un mar hecho con nylon negro que se movía como las
olas.
─¿Y cuál era el objetivo de su última
película?
─Carezco de objetivos, filmo lo que me
interesa filmar. Los objetivos te llevan a un sólo lugar.
─¿Y qué le interesa de sus películas?
─Me complacen los finales que guardan
esperanza.
─¿Y a usted le parece que en este momento
existe la esperanza?
─Para mí sí, para los demás no sé. Tengo una
mujer que se llama Giulietta, me ayuda y me perdona todo, hasta que le meta los
cuernos por largos tiempos. Giulietta me espera, tiene la rara cualidad de
saber esperar.
─¿Y cuando le presenta sus amantes?
─Hace como que no existieran. No quiero
hablar de mi vida personal. En más de la mitad de lo que filmé, tenía entre mis
colaboradores uno que no le gustaron mis finales. Y como era el hijo del hijo
de cualquier empresario, logró filmar lo que quería. Discutimos demasiado y
preferí retirarme. De todos modos mis auspiciantes, dejaron de aportar para mi
película.
─¿Y usted qué hizo frente a tal oposición?
─Le pregunté a Giulietta, a ver qué pensaba
y dijo: “Yo pienso que tendrías que mandarlos a la mierda”.