Ir por la playa, le producía malestar, por
aquello de la celulitis o las várices. Se ponía una tohalla entera o una
pollera hindú, hasta los tobillos. Pañuelo, sombrero y anteojos. Lograba lo que
quería, nadie se daba cuenta quién iba, debajo de tanto trapo.
Tenía fecha para
operar su cara, estaba contenta y ansiosa. Un accidente de auto, sin mayores
consecuencias, le dejó una enorme cicatriz, en la ceja derecha y otra en la
mejilla izquierda. Con el paso del tiempo, casi parecían hilitos de seda, sus cicatrices.
No salió nunca
más de su casa, no recibía a nadie.
Al único que le
permitía verla, era a su marido. Según él para hacerlo sentir culpable sin
sentido, porque Coca manejaba, aquel trágico día.
A pesar de todo,
su casa estaba tan impecable como antes del accidente o más, mucho más.
El marido volvió
a su campo y esta vez, Coca no quiso ir.
Quedó sola, miró
todas las revistas de decoración que tenía. Luego las apiló por color.
Se vendó la
cabeza, con prolijidad de cirujano. Miró el espejo y siguió aplicando capas de
algodón y cintas de telas, de bordados primorosos. Le dio risa, su imagen
cabezona. Para dar por terminada la historia, se forró toda la cabeza, con
bolsas apretadas de nylon.
Con mano segura,
se pegó un tiro.
Coca, no manchó
con sangre, nada.

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