viernes, 23 de abril de 2010

DOSCIENTOS OCHENTA Y OCHO

La casa de los Atencio era un misterio vecinal. Decían que había fantasmas que dormían en el jardín, cuidaban las ventanas sin cerraduras y las puertas también.
Una casa sin cerrojos, de escaleras confusas, algunas para el subsuelo, otras para la entrada principal y una muy rara al costado. Allí vimos una mañana un cocinero de gorro blanco y bigotes negros, más grandes que la cuchilla que portaba amenazante. El placer de nuestra infancia era tocar el timbre y huir.

Cuando decidí quedarme sola y enfrentar a quien me atendiera, salió una viejita flaca, toda vestida de negro, con medias de muselina y botas acordonadas de infinitos ojales. La nariz se le unía con el mentón y en la cabeza un sombrero enjaretado hasta abajo de los ojos. Sonrió y era un largo tajo de encías. Me invitó a pasar y no preguntó ni quien era. Las paredes de la casa estaban forradas de seda, con pedazos arañados y agujeros de humedad, color verdinegro. Ordenó un chocolate que trajo el cocinero, me guiñó un ojo el maldito. Le pedí a la viejita que me mostrara la casa. “Y cómo no…” dijo ella y tomó la delantera. En cada habitación había dos o tres gatos durmiendo en las camas, en las mesas o arriba de cortinados o en sillones, que debieron ser cómodos en otros tiempos. Ahora eran puro resorte al aire.

Dijo tener dos hermanos que allí vivían. Un viejo que estaba loco pero era bueno y una hermana descarriada, que se pintaba la boca para ir a la iglesia y volver. Le conté que a ella y a su hermana, las conocía de las misas de los domingos, pero al hermano jamás lo había visto.”Ni lo verás” contestó. “Él vive en el sótano y sale los días de luna llena para contar las estrellas.” “ En un Domingo de ramos, subió al atrio del sacerdote y arengó a los feligreses contra los orientales, que nos iban a atacar.”
“Él vio el humo desde la terraza, eran las chimeneas de Ensenada y pensó que era la guerra.” “Lo arrastramos hasta casa, nosotras y el cura, que bendijo el lugar y pidió que a mi hermano lo encerremos bajo llave.”
“Fue muy atento de su parte, pero si hay algo de lo que carecemos es de cerraduras y llaves.”

Hablaba mientras recorríamos tantos espacios…ya estaba medio mareada, se lo hice saber. Adujo que a ella también la mareaba, eran veinticinco habitaciones, tres comedores, ocho baños, cinco salas de recibo y el subsuelo, el sótano, la terraza y el jardín, tan oscuro y tan denso que los treinta gatos que vivían elegían la casa, como único lugar. Por eso el olor tan intenso. Le pregunté cuántos años tenía. Contestó que, entre los tres, tenían doscientos ochenta y ocho años y que sacara la cuenta.

Me despedí de Ángeles del Socorro Atencio, le di un besito en los huesos y fui corriendo a mi casa. Le pedí a mi padre que le mandara un cerrajero a esos tres viejos indefensos y le conté lo vivido. Él era un hombre generoso y sensible. Llamó de inmediato a un señor de confianza, que hacía las cosas bien y cobraba acomodado. Y así fue como los Atencio tuvieron sus cerrojos y las llaves correspondientes. Al operario lo atendió Ángeles del Socorro, diciendo que lo dejaba sólo, para trabajar tranquilo. Habían pasado nueve horas y el cerrajero, agotado, cayó redondo y durmió. Cuando llegó la mañana, sin entender nada de nada, aquel hombre se encontró rodeado de dos viejas peladas y un viejo que le gritaba “¡Hay un ladrón!” y “¡Socorro!”. Apareció el cocinero, con su cuchilla en la mano diciéndole al cerrajero que lo iba a degollar. Y aquel señor, asustado, murió de un paro cardíaco. Ángeles del Socorro, no tuvo mejor idea que recurrir a mi casa. Mi padre llamó una ambulancia y luego a la policía.

Cuando pasó todo aquello, no sé porqué mi madre y mi padre no me hablaron por tres meses, no tuve mis vacaciones. Me mandaron al campo de mi abuela, eso me puso contenta, porque en el campo de al lado, vivían unos hermanos que eran muy viejos y tenían una casa que era el triple de grande que la de los viejos Atencio. Desde el monte de la abuela, los miraba desde lejos. Iba a esperar unos días y luego me haría presente. Me encantaba visitar gente desconocida y viejita.

jueves, 8 de abril de 2010

TALÓN DE FUEGO

- I -
Partió del campo a los dieciocho años, harto de padre patrón potestad y madre mandato mandada. Oliverio sentía dos álguienes que pesaban deseos crecidos de sí, brotes nuevos que sus padres cortaban, como ramas molestas y pisaban su libertad de elegir caminos diferentes. No llevó nada cuando se fue, él era del viento, no quiso ropa, ni fotos, ni documentos. Tampoco dijo adiós, para evitar discusiones bizantinas.

Fue mesero de fonda. Cambió el Oliverio Carranza por Severino Pertierra. El pueblo era chico y su llegada despertó curiosidad y respeto. Su figura alta, de mirar directo, las manos curtidas, el andar seguro, la ausencia de titubeos en respuestas a preguntas varias y lo parco de su carácter serio, no concordaban con la edad que denotaba y nunca dijo. El dueño de aquella fonda le preparó el uniforme, guardapolvo gris de tela miseria y unos zapatos que Severino rechazó, prefirió sus alpargatas, bigotudas pero limpias. Nadie lo contradijo, tenía una voz profunda que provenía de sus tripas. Era un hombre recién nacido y como tal lo cuidaban. Había una María Isabel que casi se lo prendó. Él entrevió lo que seguía y ahí nomás partió sin avisar nada.

Llegó a la ciudad grande con alpargatas nuevas y un libro que compró, el más barato que había “Martín Fierro”, de Miguel Hernández. Una hostería lo tomó de cocinero y su nombre le vino de aquel librito, dijo llamarse Martín Ferro. Con habilidad prodigiosa, logró comidas ricas y raras que convirtieron aquel sitio, sin demasiada clientela, en un lugar preferido por gente rica del campo y de algunos empresarios que era mejor no saber. La señora Josefina, dueña de la hostería, le hizo hacer documentos, para que anduviera tranquilo. La señora sin querer, se enamoró de Martín. Él dejó que casi sucediera, lo que era de esperar. Acostumbrado a presentir, se fue sin aviso previo y la ciudad se lo tragó.

Ésta vez, con buenos zapatos y una campera de cuero, traída del extranjero, así le dijo la doña cuando le dio aquel regalo. Siguió con el Martín Ferro que rezaba el documento. Ésta vez, tenía dinero, podía esperar un trabajo y vivir en un hotel de la Avenida de Mayo. A pocos metros de allí se enseñaba a bailar tango. Martín se anotó de alumno. Superó a sus compañeros en tiempo record y más. Lo contrataron, con su propia profesora, en un espectáculo. Le pareció de buen augurio la coincidencia, que fuera en una sala del Teatro San Martín. Ésta vez fue distinto, se enamoró él de Cristina, su maestra y partenaire. Ella lo supo de siempre, pero no tenía seguridad. Martín ideó una coreografía con la memoria del corazón y Cristina lo siguió, porque el mirar directo de él revirtió su talento escondido y fue el complemento perfecto. Sala llena los días de función, apareció un empresario que les habló de la Francia y un lugar de privilegio para bailar, en París. Dijeron un solo sí.
Un día Martín quiso volver. A Cristina no dijo nada, ella estaba más enamorada de aquel país que de él.

- II -
Apareció en el campo, con un auto descomunal. Los padres se mecían en la vieja galería, con los mismos sillones de mimbre y el mismo rosal blanco.
Oliverio Carranza, que fue Severino Pertierra, que fue Martín Ferro, corrió a abrazarlos llorando. Aquellos viejos flaquitos se pusieron tan contentos, tan felices de repente, que no entendieron ni jota de lo que Oliverio contaba.
Terminados los relatos, Oliverio se fue a dormir. Los viejos hablaban quedo y en sus sueños se metieron.
El padre, de madrugada, con gritos de sordo viejo, le pidió que le ayudara a trasladar el tractor, lo dijo con voz de mando y Oliverio obedeció. La madre le recordó que el patrón era su padre y debía obedecer. Con poca fuerza estaban los viejos, pero no para mandonear. Se le fueron las ganas pronto y comenzó a recordar porqué se fue de la casa.

Haciendo arrancar la cuatro, partió sin saludar. Llegó al pueblito y vio primero al buen hombre que le dio trabajo sin preguntar. Hablaron de la María Isabel, que iba por el cuarto hijo. Perdonaron su partida repentina, lo llamaban Severino Pertierra, los vecinos que se acordaban. Le limpiaron el auto nuevo, con esmero y admiración. A todos les regaló los euros que se merecían. Esta vez los saludó y hasta los hijos de María Isabel agitaban sus manitos, diciendo adiós a Severino Pertierra, un hombre grande y tenaz. Agradecidos por todo, vieron cómo se perdía en nubes gordas de tierra.

Llegó de madrugada y la Hostería allí estaba, la dueña reconoció al muchacho, le dio un beso en la mejilla y preguntó cómo estaba. Él contestó, con un café de por medio, que bien y mal, como todos. Le entregó un sobre blanco tiza, con muchos euros. La mujer se emocionó por las dos cosas, la visita y el dinero. Lo despidió con un lagrimón verdadero y se metió en la Hostería, le dio vergüenza llorar. Martín Ferro miraba por el espejo retrovisor. Tocó el acelerador a fondo y lo tragó la ciudad.

- III -
Siguió de largo hasta Ezeiza y hasta París no paró. Cristina estaba muy cerca, por intuición la encontró. Ella lo besó todo, sin preguntarle por nada y él respondió con manos ávidas, de tanto amor postergado.
Martín la notó más ancha, del recuerdo que tenía. Había engordado sin duda, tal vez de la mala sangre por la partida de él. Ella miró su panza y le informó su embarazo. Tomó coraje Cristina y le dijo entre suspiros, que el bebé no era de él. Fue a una fiesta, de invitada y tomó vino demás. Había un señor comedido que la llevó hasta su casa después. A la mañana siguiente, Cristina estaba sola, desnuda y sin poder recordar. Al poco tiempo lo supo, pero no supo de quién.
Martín, mirando directo, le dijo que no importaba, él iba a ser el padre, si ella aceptaba. Él sabía que Cristina iba a decir que sí. Nació varón y le pusieron de nombre Oliverio. El mismo día llegó la carta. Le informaban la muerte de sus padres, que produjo la caída de la viga principal. El sepelio ya había sido. Lo esperaban por los papeles del campo y otros valores, que Martín ignoraba.

Regresaron a la Argentina. El campo los esperaba, con cortes y retenciones. Oliverio y Cristina se sorprendieron de tanto campo sembrado y de la hacienda numerosa. Los viejos, con sus ahorros, dejaron una fortuna. Oliverio rogó a Cristina, que usara su segundo nombre. El primero traía yeta en aquel pago y en el resto del país.
Así fue como Oliverio y María se quedaron en el campo, esperando recuperar lo que aquella gente viciosa, les quería arrebatar. Hasta Oliverio bebé participaba en los cortes. Lo bautizaron, más por cábala que por religión. El padrino que eligieron, se llamaba Alfredo De Angeli, un tipazo.