- I -
Partió del campo a los dieciocho años, harto de padre patrón potestad y madre mandato mandada. Oliverio sentía dos álguienes que pesaban deseos crecidos de sí, brotes nuevos que sus padres cortaban, como ramas molestas y pisaban su libertad de elegir caminos diferentes. No llevó nada cuando se fue, él era del viento, no quiso ropa, ni fotos, ni documentos. Tampoco dijo adiós, para evitar discusiones bizantinas.
Fue mesero de fonda. Cambió el Oliverio Carranza por Severino Pertierra. El pueblo era chico y su llegada despertó curiosidad y respeto. Su figura alta, de mirar directo, las manos curtidas, el andar seguro, la ausencia de titubeos en respuestas a preguntas varias y lo parco de su carácter serio, no concordaban con la edad que denotaba y nunca dijo. El dueño de aquella fonda le preparó el uniforme, guardapolvo gris de tela miseria y unos zapatos que Severino rechazó, prefirió sus alpargatas, bigotudas pero limpias. Nadie lo contradijo, tenía una voz profunda que provenía de sus tripas. Era un hombre recién nacido y como tal lo cuidaban. Había una María Isabel que casi se lo prendó. Él entrevió lo que seguía y ahí nomás partió sin avisar nada.
Llegó a la ciudad grande con alpargatas nuevas y un libro que compró, el más barato que había “Martín Fierro”, de Miguel Hernández. Una hostería lo tomó de cocinero y su nombre le vino de aquel librito, dijo llamarse Martín Ferro. Con habilidad prodigiosa, logró comidas ricas y raras que convirtieron aquel sitio, sin demasiada clientela, en un lugar preferido por gente rica del campo y de algunos empresarios que era mejor no saber. La señora Josefina, dueña de la hostería, le hizo hacer documentos, para que anduviera tranquilo. La señora sin querer, se enamoró de Martín. Él dejó que casi sucediera, lo que era de esperar. Acostumbrado a presentir, se fue sin aviso previo y la ciudad se lo tragó.
Ésta vez, con buenos zapatos y una campera de cuero, traída del extranjero, así le dijo la doña cuando le dio aquel regalo. Siguió con el Martín Ferro que rezaba el documento. Ésta vez, tenía dinero, podía esperar un trabajo y vivir en un hotel de la Avenida de Mayo. A pocos metros de allí se enseñaba a bailar tango. Martín se anotó de alumno. Superó a sus compañeros en tiempo record y más. Lo contrataron, con su propia profesora, en un espectáculo. Le pareció de buen augurio la coincidencia, que fuera en una sala del Teatro San Martín. Ésta vez fue distinto, se enamoró él de Cristina, su maestra y partenaire. Ella lo supo de siempre, pero no tenía seguridad. Martín ideó una coreografía con la memoria del corazón y Cristina lo siguió, porque el mirar directo de él revirtió su talento escondido y fue el complemento perfecto. Sala llena los días de función, apareció un empresario que les habló de la Francia y un lugar de privilegio para bailar, en París. Dijeron un solo sí.
Un día Martín quiso volver. A Cristina no dijo nada, ella estaba más enamorada de aquel país que de él.
- II -
Apareció en el campo, con un auto descomunal. Los padres se mecían en la vieja galería, con los mismos sillones de mimbre y el mismo rosal blanco.
Oliverio Carranza, que fue Severino Pertierra, que fue Martín Ferro, corrió a abrazarlos llorando. Aquellos viejos flaquitos se pusieron tan contentos, tan felices de repente, que no entendieron ni jota de lo que Oliverio contaba.
Terminados los relatos, Oliverio se fue a dormir. Los viejos hablaban quedo y en sus sueños se metieron.
El padre, de madrugada, con gritos de sordo viejo, le pidió que le ayudara a trasladar el tractor, lo dijo con voz de mando y Oliverio obedeció. La madre le recordó que el patrón era su padre y debía obedecer. Con poca fuerza estaban los viejos, pero no para mandonear. Se le fueron las ganas pronto y comenzó a recordar porqué se fue de la casa.
Haciendo arrancar la cuatro, partió sin saludar. Llegó al pueblito y vio primero al buen hombre que le dio trabajo sin preguntar. Hablaron de la María Isabel, que iba por el cuarto hijo. Perdonaron su partida repentina, lo llamaban Severino Pertierra, los vecinos que se acordaban. Le limpiaron el auto nuevo, con esmero y admiración. A todos les regaló los euros que se merecían. Esta vez los saludó y hasta los hijos de María Isabel agitaban sus manitos, diciendo adiós a Severino Pertierra, un hombre grande y tenaz. Agradecidos por todo, vieron cómo se perdía en nubes gordas de tierra.
Llegó de madrugada y la Hostería allí estaba, la dueña reconoció al muchacho, le dio un beso en la mejilla y preguntó cómo estaba. Él contestó, con un café de por medio, que bien y mal, como todos. Le entregó un sobre blanco tiza, con muchos euros. La mujer se emocionó por las dos cosas, la visita y el dinero. Lo despidió con un lagrimón verdadero y se metió en la Hostería, le dio vergüenza llorar. Martín Ferro miraba por el espejo retrovisor. Tocó el acelerador a fondo y lo tragó la ciudad.
- III -
Siguió de largo hasta Ezeiza y hasta París no paró. Cristina estaba muy cerca, por intuición la encontró. Ella lo besó todo, sin preguntarle por nada y él respondió con manos ávidas, de tanto amor postergado.
Martín la notó más ancha, del recuerdo que tenía. Había engordado sin duda, tal vez de la mala sangre por la partida de él. Ella miró su panza y le informó su embarazo. Tomó coraje Cristina y le dijo entre suspiros, que el bebé no era de él. Fue a una fiesta, de invitada y tomó vino demás. Había un señor comedido que la llevó hasta su casa después. A la mañana siguiente, Cristina estaba sola, desnuda y sin poder recordar. Al poco tiempo lo supo, pero no supo de quién.
Martín, mirando directo, le dijo que no importaba, él iba a ser el padre, si ella aceptaba. Él sabía que Cristina iba a decir que sí. Nació varón y le pusieron de nombre Oliverio. El mismo día llegó la carta. Le informaban la muerte de sus padres, que produjo la caída de la viga principal. El sepelio ya había sido. Lo esperaban por los papeles del campo y otros valores, que Martín ignoraba.
Regresaron a la Argentina. El campo los esperaba, con cortes y retenciones. Oliverio y Cristina se sorprendieron de tanto campo sembrado y de la hacienda numerosa. Los viejos, con sus ahorros, dejaron una fortuna. Oliverio rogó a Cristina, que usara su segundo nombre. El primero traía yeta en aquel pago y en el resto del país.
Así fue como Oliverio y María se quedaron en el campo, esperando recuperar lo que aquella gente viciosa, les quería arrebatar. Hasta Oliverio bebé participaba en los cortes. Lo bautizaron, más por cábala que por religión. El padrino que eligieron, se llamaba Alfredo De Angeli, un tipazo.
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Hermosa historia, simple, atrapante, la de Talón de Fuego.Me dio envidia cómo el tipo sabía irse.Y me intrigó Cristina María porque generalmente son María Cristina las Cristina María. El final, inesperado, es una característica genial de la autora (me refiero al padrino que era un tipazo)
ResponderEliminarMe generó expectativa constante durante todo el relato, los cambios de identidad hacia adelante y hacia atrás. Y un saludo respetuoso y cordial al padrinazo. gracias
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