No se presentaba
a ningún concierto si ella consideraba que la práctica no debía ser más
importante que la música ejecutada. Estudiaba nueve hs por día, su profesor le
regaló un piano antiguo que vivía en el diván. Opinaba que su exalumna, merecía
eso y más, tenía visos geniales su música, giros que nunca había escuchado. Dos
veces en la semana iba a lo del Maestro, que le ofrecía un Steinway de cola,
para tocar lo que le viniera en gana. Ella lo admiraba desde su primera clase,
llegó a confundir admiración, con “cómo me gusta”, ahora que habían pasado
algunos años, las visitas semanales le producían atracción, no sólo por el
piano, él estaba allí.
Una noche,
agotada, durmió sobre las teclas del piano, le cayó el candelabro de siete
velas, apoyado en un extremo del instrumento. Sintió olor a pelo quemado,
permaneció dos horas, con la canilla de agua fría, sobre su cabeza.
Volvió a la sala
de música y alguien joven ayudaba con las llamas, que terminaron por deglutir
el piano. Ella corrió y abrazó a su Maestro, más de lo prudente. Él la tomó del
brazo y la arrastró hasta donde estaba el apagador. Era igual al Maestro con
veinte años menos. Ella espetó —Les prometo que yo pago un piano nuevo, fue mi
culpa y aunque no hubiera sido, así me siento.
Al poco tiempo
muere el Maestro. Ella no se entera, estaba de gira. Cuando llegó, la esperaba
el hijo del Maestro. No se dijeron nada, fue mejor así. Él llevaba unas partituras
bajo el brazo —Las dejó mi viejo para que las toque con vos.
Ella, rápida —Sí,
ya lo tengo, será con pianos enfrentados.
Ensayaban, pero
él no tenía condición alguna para la música. Ella era obstinada —Lo que no
puedas tocar vos, lo toco yo. Cuando te sientas seguro, tocamos juntos.
En el inconsciente
de él hacían eco las palabras, “lo que no puedas tocar vos, lo toco yo”.
El inconsciente
de ella pensaba, los dos tocamos, es el momento preciso de juntos tocarnos.