lunes, 21 de noviembre de 2011

MEMORIAS DE UNA PRINCESA CACHUZA

Mi nombre registrado casi siempre lo usaba mi madre, en La dominante. Papá prefirió cambiarlo por Princesa, Princesita, mi Princesa. Nunca entendí aquel bautismo real e infundado. Las princesas no tienden camas ni secan platos y nadie las obliga a concurrir al Instituto Británico para aprender ese idioma que me parecía odioso e ininteligible. Actualmente no he cambiado de opinión. Mi padre soliviantaba la dictadura de mamá con viajes a Buenos Aires inventando diligencias laborales. Yo lo acompañaba, casi levitando de alegría. Mirábamos dibujos animados continuados, mi padre reía hasta llorar con Tom y Jerry, el pato Donald y Charles Chaplin. Me llenaba de asombro que alguien tan grande secara sus lágrimas por aquellos dibujitos. Luego, al Richmond de Florida, donde tomábamos café, el mío cortado, con unos tostados que en la actualidad no existen. El cierre de aquella fiesta era la compra de una muñeca en Marilú. Tardó doce años en recibirse de abogado, detestaba estudiar derecho, como a mí inglés. Cuando regresábamos a casa papá decía: - De esto que vivimos ni una palabra a tu madre, Princesita y me besaba la coronilla. Un tipazo mi viejo. Cuando fui grande y casada sus visitas iban acompañadas de ramos de flores o bombones. Hacía desaparecer las cuentas de luz, gas y teléfono. Sin mediar palabra en, otra ocasión, aparecían pagadas, sobre mi escritorio.
Las visitas de Mamá eran ásperas de palabras, criticando esto y aquello. Antes de partir, dejaba su sueldo de docente en el cajón de mi ropa interior. Tenía una generosidad tan implacable como aquel carácter psicótico. Ella fue la que más perseveró para que mi viejo me comprara un departamento.
Llamaba por teléfono con gritos, pedía que no la avergonzara con mis remeras con agujeros acompañadas de zapatillas sucias. Ella sufría cuando sus amigas le contaban de mis vestuarios urbanos. Las amigas me querían y aquellas rebeldías les daban gracia. A mi madre le producían tristeza y llantos gritados a mi padre: - Ahí tenés a tu Princesa Cachuza, le damos plata y no sé qué hace, pero ropa no se compra.
Yo juntaba todo el año sus generosas dádivas y durante las vacaciones viajaba a Brasil a dedo.
Mi hermano advino cuando yo tenía nueve años. Rubio, de ojos verdes e histérico. De bebé fue un resarcimiento para mi madre, frente a su primera parición que resultó negra, mota y mujer, los tres ítems que más detestaba. Ahora tenía un príncipe que le vino con niñera ad honorem. Yo, princesa de mi padre, debía cambiar los pañales, contener sus llantos paseando su cochecito. Tenía el carácter psicótico de nuestra mami. Ella lo amaba sin fronteras y modeló una personalidad ególatra, indiferente, con ribetes sin escrúpulos. Mi padre lo aceptó porque era bueno, pero yo leía en sus ojos que su hijo nuevo fue un accidente desgraciado.
Entre mi familia nunca gozó de buen perfil. Mis abuelas opinaban que era raro, mis tías que era lindo. Fuimos amigos un par de años. Luego la nada. Más tarde un lleno de traiciones que por momentos justifiqué. En la actualidad, pasadas sus pesadas pisadas me quité el peso del mandato ancestral del hermanito y recuperé en mí una levedad desconocida y placentera. Viví lugares bellísimos y amistades con fecha de vencimiento.
Recalé en dos matrimonios de sentimientos lujosos, similares a los de papi ¡Ay! Freud, Freud, qué tipo tan ilustrativo fuiste. El primero se fue al cielo, el segundo está en la tierra. Mi propio William Wilson, propietario de una generosidad tan amplia como la del universo, padre de mi hijo. Príncipe Cachuzo de mi corazón. La cachucidad de mi principado permite que me encuentre conmigo muy de cuando en vez. Cuando sucede me abrazo, como princesa de mi padre y como cachuza de mi madre. Vivo en un pueblo de memoria, malo, injusto, perverso y hostil.
A esta edad no me importa. Un cacho de tierra y un cielo con luna me basta y sobra.
La pertenencia vive dentro de mí y sale cuando los ojos del otro guardan bondad y tristeza.
Tal vez por Princesa, tal vez por Cachuza.