El dueño del bar lo tuvo de cliente
consumidor de Ferroquina Bislery, Ginebra Llave y limón. Pasaba horas mirando
la barra de punta a punta. Imaginaba la vida de
cada uno de los asistentes.
Le
remataron la casa. Decidió como lugar definitivo el bar, cuando cerraban, el
dueño ponía cartones superpuestos para comodidad del excliente. Una mañana fría
y húmeda amaneció con un enorme perro acostado a su lado. Le puso Carloncho, de
nombre. De día, sentados en el umbral del bar, tomaban sol con ojos entornados.
Las gentes saludaban a los dos, llegaron a formar parte del paisaje urbano.
El día que el bar cambió de dueño, el
nuevo instaló en el lugar un cartel inmenso, que decía “Carloncho coffee”,
coincidió con la muerte del hombre de la esquina, el amigo del perro que aulló
durante varios días la desaparición de su dueño. A la semana, un chico de unos
doce años, durmió una noche de lluvia con Carloncho, un indigente que ponía su
sombrero boca arriba, para quien le arrojara monedas, le apoyó dos piedras en
las alas del sombrero por si el viento y por las gentes que lo pateaban, sin
querer. Una noche de tormenta, el niño se llenó de fiebre y le salía sangre de
la boca. Fue llevado al hospital, el perro seguía la ambulancia y esperó en la
escalinata. No se pudo hacer nada, la tuberculosis fue su vehículo al cielo,
Carloncho vio cómo salían los médicos que atendieron a su joven amigo. Uno de
ellos le dio la noticia, era un médico políglota, que hablaba el lenguaje de
los perros. Carloncho volvió solo y desdichado a su esquina, los mozos lo
convidaron con leche y un latón con tres sánguches de miga. Él aceptó que le
acaricien la cabeza, por educación, pero no comió durante una semana, dormía
abrazado al sombrero. “¿Y las piedras?” Vaya uno a saber lo que hace un perro
con dos piedras.
Carloncho tomó la diagonal como perro
huérfano, flaco como un hilo.
Cuando vio la tumba de su último amigo,
se tiró largo a largo sobre la tierra. No sin antes depositar el sombrero, las
dos piedras y rezar un perronuestro y dos perromarías.
Al volver a su casa, el mozo de la
esquina le puso un collar de “Yo, tengo dueño”.
Llegó la hora del final de la jornada. El
mozo lo invitó a vivir en su casa. Carloncho, por educación, dijo gracias, pero
no se quedó, se fue a su casa y pensó que tener amigos muertos tan pronto, era
demasiado sufrimiento. Esa noche durmió solo, soñó con los dos, el viejo y el
niño. Lo seguían por jardines de árboles donde sombreros y piedras lo hacían
tropezar a cada rato.