domingo, 23 de agosto de 2015

CARLONCHO, 7 Y 53


      El dueño del bar lo tuvo de cliente consumidor de Ferroquina Bislery, Ginebra Llave y limón. Pasaba horas mirando la barra de punta a punta. Imaginaba la vida de  cada uno de los asistentes.
Le remataron la casa. Decidió como lugar definitivo el bar, cuando cerraban, el dueño ponía cartones superpuestos para comodidad del excliente. Una mañana fría y húmeda amaneció con un enorme perro acostado a su lado. Le puso Carloncho, de nombre. De día, sentados en el umbral del bar, tomaban sol con ojos entornados. Las gentes saludaban a los dos, llegaron a formar parte del paisaje urbano.
      El día que el bar cambió de dueño, el nuevo instaló en el lugar un cartel inmenso, que decía “Carloncho coffee”, coincidió con la muerte del hombre de la esquina, el amigo del perro que aulló durante varios días la desaparición de su dueño. A la semana, un chico de unos doce años, durmió una noche de lluvia con Carloncho, un indigente que ponía su sombrero boca arriba, para quien le arrojara monedas, le apoyó dos piedras en las alas del sombrero por si el viento y por las gentes que lo pateaban, sin querer. Una noche de tormenta, el niño se llenó de fiebre y le salía sangre de la boca. Fue llevado al hospital, el perro seguía la ambulancia y esperó en la escalinata. No se pudo hacer nada, la tuberculosis fue su vehículo al cielo, Carloncho vio cómo salían los médicos que atendieron a su joven amigo. Uno de ellos le dio la noticia, era un médico políglota, que hablaba el lenguaje de los perros. Carloncho volvió solo y desdichado a su esquina, los mozos lo convidaron con leche y un latón con tres sánguches de miga. Él aceptó que le acaricien la cabeza, por educación, pero no comió durante una semana, dormía abrazado al sombrero. “¿Y las piedras?” Vaya uno a saber lo que hace un perro con dos piedras.
      Carloncho tomó la diagonal como perro huérfano, flaco como un hilo.
      Cuando vio la tumba de su último amigo, se tiró largo a largo sobre la tierra. No sin antes depositar el sombrero, las dos piedras y rezar un perronuestro y dos perromarías.
      Al volver a su casa, el mozo de la esquina le puso un collar de “Yo, tengo dueño”.

      Llegó la hora del final de la jornada. El mozo lo invitó a vivir en su casa. Carloncho, por educación, dijo gracias, pero no se quedó, se fue a su casa y pensó que tener amigos muertos tan pronto, era demasiado sufrimiento. Esa noche durmió solo, soñó con los dos, el viejo y el niño. Lo seguían por jardines de árboles donde sombreros y piedras lo hacían tropezar a cada rato.

jueves, 6 de agosto de 2015

CASI HERMANAS

      Charo fue la primera persona que conocí cuando entré a la facultad. La recuerdo en la puerta del taller, con un vestido azul marino del tono de sus ojos y un collar de piedras turquesas, mínimas, que se enrollaban en un pelo largo color trigo. Nos hicimos amigas entrañables.
      Era plena época de vaqueros, zapatillas sucias, amor y paz. Casarse se consideraba una claudicación imperdonable.
      Tuvimos un ayudante antipático que moría por Charo y siguió muriendo hasta que nos recibimos. Se notaba una mirada derrotada cuando ella lo saludó por última vez. Me dio piedad el pobre tipo y la alenté para que le diera bolilla. Sonreía con un dejo perverso cuando descubría que el tipo desfallecía ante su cuerpo exultante.
      Mientras yo noviaba a diestra y siniestra, Charo no quería saber nada con nadie. Nunca entendí su carencia de libido, que contrastaba con una seducción permanente hacia todos sus potenciales candidatos.
       Seguimos nuestra amistad ancha y lujosa, como ella decía. Durante la dictadura militar nuestros respectivos padres, con muy buen tino, nos expatriaron. Charo vivía en Italia y yo en Venezuela. Mientras desaparecían amigos, profesores, parientes, nos escribíamos cartas dueladas de lágrimas y odio. Treinta mil, grabados para siempre en la memoria colectiva, claro, cuando había memoria y colectivos.
      Ninguna de nosotras quiso retornar a Argentina, más aun cuando el punto final, obediencia debida que mandaron a un inmenso pozo de olvido. Nos encontramos en Brasil. En el aeropuerto, durante la espera, el corazón me latía tan fuerte que la gente se preguntaba de dónde venía ese sonido.
      Yo estaba con mi compañero de toda la vida que trataba de contener mi ansiedad ansiosa.

       No cesó hasta que la vi, Charo con alguien que la llevaba del hombro: el ayudante antipático que moría por Charo.

domingo, 2 de agosto de 2015

CONTALE, CONTALE

      Entró a la sala de espera. Los lunes son días nefastos para los psicoanalistas. Cada paciente cuenta sus miserias y a la hora de pagar, sus miserias lloran mostrando billeteras vacías.
      Se repatingó en un sillón. Apareció una vieja operada o una joven gastada. Dijo buenas tardes y eligió la silla más incómoda que encontró, tenía golpes notables en la cara y una ceja partida al medio con sutura de hospital. En las salas de espera de los psi no se entablan conversaciones. Es correcto que así sea, para charlar hay bares, plazas. Sin querer y de aburrido preguntó a la mujer, cómo fue el accidente. Ella con voz cansina respondió que era un tema para hablar con su analista.
       Mi querida señora, hace veinticinco años que vengo, esto va para largo, no debemos exasperarnos, cuénteme nomás, la escucho. Todos empiezan igual, se lo garantizo yo que pasé por cinco analistas en un cuarto de siglo. La puedo ayudar. La mujer aceptó su oferta y expuso su desgracia, fue castigada por su padre, su madre, su marido y sus propios hijos. Una vecina buena y católica, esto último era un defecto de la vecina, al fin y al cabo, todos tenemos algún defecto, le dio la dirección del profesional que la rescataría de aquel desastre. Él hacía intervenciones atinentes y el calor de su contención apaciguó su dolor. La mujer sonrió por vez primera, se levantó de la silla, dijo gracias y se fue.
      Pasaron años, ninguno supo cuántos, era un detalle sin importancia para ambos.
      Ella lo reconoció de inmediato, se mostró agradecida por aquel episodio. Le pareció raro encontrar al hombre dentro de un consultorio vacío y preguntó porqué estaba allí. Él carraspeó y luego le dio tos, usó ese tiempo para elegir palabras que no angustiaran a la mujer.
      Él era el psicólogo que debió atenderla, aprovechó el sol que entraba en la sala de espera y allí se había producido la entrevista.
      Ella enfureció, dijo que no se jugaba con personas que sufren, lo tildó de estafador, irreverente, falto de respeto, gordo chanta mal nacido, le pegó una bofetada y desapareció.

      El psicólogo mirando un retrato de Freud, su único interlocutor válido, le pidió perdón y gritó que los que castigaron a aquella mujer fue porque lo merecía. Salió de su letargo y la corrió una cuadra para darle un puntapié en el culo.