El invierno me congela adrenalina, me
levanta los hombros hasta besar las orejas. Hace doler el esternón que trata de
besar los omóplatos hendiendo como estalactitas paralelas, colgadas de la nuca.
Los túneles de aire congelado transitan
alegremente los pasillos que el frío les señala. Sabe la cantidad exacta de los
agujeros de mi superficie. Los glúteos se encuentran en un gesto inútil de
guardar calor. Aunque los pasos pretenden ligereza las rodillas no responden a
doblarse.
El invierno me cierra la izquierda y la
derecha como dejar de leer una novela que me aburre. Es pesado el invierno,
como esa gente que me habla todo el tiempo. El único placer que yo le encuentro
es poner el trasero en una estufa grande y generosa, dejar que el calor trepe
por la espalda y sentar mi humanidad en el sillón del abuelo, mirar por la
ventana y sentir piedad por los árboles desnudos, tan quietos como el frío. Es
tan largo el invierno. Es tan largo el invierno, que dan ganas de venderlo, por
monedas, a otro continente, para siempre.