Ester
me hizo pasar a la cocina, sirvió dos vasos de vino. Sus hijos tenían mi edad.
Mientras relataba la película que vio anoche, donde todavía se conservaban
valores humanos, afecto. Era la misma que yo había visto, “Les Enfants du
paradise” de Michel Carné, con textos de Jacques Prévert.
Le conté a Ester, tomaba su copa mientras
decía que la gente que no es capaz de tomar vino tinto, le parecía débil y
tonta. Apresuré mi copa y llegué al final. Ella leía Cortázar y yo también. Me
hubiera gustado ser amiga de Ester, pero las circunstancias y el tiempo nos
separaban.
Habían matado en un día a sus tres hijos.
Diez años después la encontré en el bar
de la Facultad
de Bellas Artes. Sentada en un rincón, con una boina roja, el sol recortaba su
perfil. Empujé alumnos hasta aterrizar a su lado. Vivía en Francia. Tiene una
hija que se llama Rosario, le puso el nombre de su origen, Rosario. Se quedaba
en Argentina hasta que los represores de sus hijos fueran castigados. Cuando
salió lo de obediencia debida y punto final volvió a Francia. Mandaba tarjetas
donde contaba qué hacía y preguntaba: -¿Qué tal ese país genocida?
Yo le escribía largas cartas, le
informaba de mis últimos hallazgos fílmicos. Ester contestaba que allá hacía
mucho frío. Epilogaba, como en mi vida, ¿viste?