Los chicos
jóvenes, vivían en un pueblo chico y aburrido. Ellos tenían el vicio de jugar a
situaciones peligrosas y provocar desenlaces confusos, que les llegaran a caer
lágrimas de tanta risa.
Formaron pareja,
sin casorio, para disgusto de las dos familias, acostumbradas a los disloques
de los chicos.
No les hablaron
por un año, ellos no se preocuparon, un año sin cumpleaños, fiestas y comer
asado los domingos, les parecieron buenas vacaciones.
La casa era
chica, pintada de blanco, malvones rojos, como las ciento y pico de casas del
pueblito, nada diferente. Vera y Agustín necesitaban pasar desapercibidos, Vera usaba ropa de señora joven, pollera gris, saco azul, zapatos de taco carretel.
Agustín chomba blanca, pantalones tostados, cinturón marrón. Ella rodete bajo,
él casi a la gomina. Verlos juntos daba sueño.
Iban a misa
todos los domingos para parecerse al resto. Eran ateos y hablaban poco y nada
con algún vecino. Sonreían complacientes a todo el que se le cruzara. No
existía otra gente de la edad de Vera y Agustín. El pueblo no superaba los
cincuenta años, largos. Vivían de una tía octogenaria, que les depositaba todos
los meses, cifras interesantes, nada que llamara la atención, ni del Banco.
Cuando llegaban
a la casa, quitaban sus ropas caretas y andaban desnudos, Agustín decía:
—Vestidos
con nuestra propia piel.
En invierno, con
mucha calefacción y en verano una pileta mediana y aire acondicionado full
time. Las medianeras altas, con cañas de puntas recortadas, para ocultar las
plantas de cannabis, fundamentales en sus vidas. —Total, en este pueblucho no
conocen ni el olor.
Una noche de
temperatura baja, propuso Agustín: —Che, Vera, te juego a que des una vuelta
manzana, así como estás.
Vera lo miró sin
entender: —¿Vos decís así, en pelotas?
Agustín le
contestó que la esperaba en la pileta climatizada.
Vera caminó,
mirando casas, todas con luces cenitales, una mesa al medio y el televisor
prendido. Dio otra vuelta y volvió corriendo, se metió en la pile.
—¿Y?-Preguntó
Agustín-.
—Y nada, loco.
No me vio nadie, me cagué de frío.
Hacia el verano
comenzaron los dos a salir desnudos a la calle, la gente los saludaba con
bonhomía: —Ay, chicos, qué envidia, todos deberíamos andar así.
Vera la
entusiasmó: —Haga lo mismo, Doña, piense dónde vivimos, un pueblo que ni nombre
tiene, no hay policía, no hay diarios…
La Doña imitó a
los chicos, se fueron pasando la voz y el pueblucho entero, andaba desnudo como
si tal. Haciendo algún mandadito, o yendo al Banco. Fue una costumbre, aceptada
hasta por el cura, que le sacó ese trapito que le ponen a INRI. No quería que a
los parroquianos les pareciera que andaban pecando y suspendieran su
concurrencia.
Parece que
alguien anduvo corriendo la voz y se enteró el Gobernador. Le mando un
comunicado al Banco, no había Municipio ni Correo. Rezaba así: “Se comunica al
pueblucho que no tiene nombre, que hemos resuelto que de ahora en más, se
llame: Pelotas”.
Agustín y Vera
se pusieron contentos. Fueron nombrados Agustín Intendente y Vera Secretaria
Privada.
Invitaron a sus
padres para la asunción mandataria, también asistió la tía octogenaria de su
rentas. Los padres vivían en Montevideo, cruzaron a Brasil, se adentraron en el
estado de Río Grande Do Sul. Estaban tan plenos de alegría, que se presentaron
a la asunción de sus hijos, en la Ciudad de Pelotas, en pelotas.