Tenía fama de
hombre rico, el Pueblo estaba abajo y el Castillo de Barroco en el risco más
alto. Era un hombre bueno, piadoso y muy ingenuo.
Llegaban mujeres
de otras comarcas, se instalaban en hostels y con prismáticos lo veían cabalgar
sobre asnos o perros chow chow, tamaño Polo Norte. Exótico pero le gustaban
todos los animales de la tierra. Conoció en baile fino a su primera mujer: Ana
Boloñesa. Ella sacó provecho de Barroco y la segunda noche juntos, lo engañó
con el ujier. Él no se enteró, hasta que el Marqués Cuentenlén, se lo hizo
saber.
—Ana Boloñesa,
si no tienes techo, puedes quedarte, el Castillo es grande, pero lo nuestro
terminó.
Barroco lloraba
en las faldas de su madre, el miriñaque de la vieja lo mecía. Una noche de
tormenta, llamaron a su puerta, era la Princesa Debarrer. Él autorizó que
permaneciera en el Castillo.
—Cuando salga el
sol tendremos una boda, antes solicito que saquéis tus volantes y pecheras,
para ver si estás buena o sois anoréxica.
La Princesa Debarrer
quitó sus lienzos de inmediato y Barroco se infartó. Fue cosa de tres minutos.
No quiso perder tiempo en menudencias, declaró nupcias inmediatas, mientras la
Princesa Debarrer corría desnuda alrededor del Castillo, de tan contenta que
estaba.
Entendió
Barroco, que a la Princesa Debarrer, le faltaban varios jugadores: —Lo nuestro
ha terminado, si no tienes techo, puedes quedarte, el Castillo es grande.
Intentó con otros
tres matrimonios y todas le quitaban algo cuando dejaban el Castillo. Cada una
se llevó un recuerdo, un dedo de la mano derecha, una feta de nariz, cuatro
lunares de relieve, la nuez de Adán, las hemorroides externas y la rodilla
izquierda. Barroco las complació a las cinco, por bueno, generoso, piadoso y
muy ingenuo.

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