Querían vender
la bóveda de Chascomús, primos y hermanos. Linda la bóveda, art nouveau,
parecida a una biblioteca. Tantos ataúdes tallados a mano, con nombres que
nadie recordaba, lindaba con la laguna.
Cada vez que
llovía se inundaba, la fuerza del agua abría las compuertas y los cajones
salían y flotaban. Apesteguía, al que todos llamábamos: “La peste te guía”, con
gritos que no escuchaba porque era sordo. Mi Papá, que todavía vivía, subía con
él a un catamarán y con palos de gancho puntero, enganchaban de goznes
oxidados, los ataúdes. Parecían felices de encontrarse y entraban solitos a la
bóveda, algunos pretendían cambiar de sitio, pero se escuchaba la voz de mi tía
Emma, lo único que le sobrevivía, con palabras mortecinas y autoritarias: —Cada
uno en su lugar y un lugar para cada uno.
Cuando cesaban
las lluvias, se acomodaban los ataúdes, siempre faltaba alguno. Mejor…quedaban
tíos geriátricos que ocuparían esos lugares. Papá estuvo de acuerdo en la
venta, estaba cansado del mandato de recorrer cuatrocientos kilómetros, para
llevar un ramo de flores, dos veces por mes.
Se juntó el
dinero para alquilar un cartel de ruta, destacando el beneficio del monumento,
agregaron una foto de su inauguración fotoshopeada. El primer interesado,
llamado: Augusto Chabrón, oriundo de Marsella, lo compró por one million de
euros, con el mismo olor del perfume, una delicatesen.
Llegado el
momento del reparto, se produjo la batalla campal, tan agresiva y poco civilizada,
que perdió la vida mi primo preferido, Lucas y dos de mis hermanos.
—Bueno, hija,
pertenecen a una generación sin crepúsculos, si no queda lugar en la bóveda,
serán incinerados y puestos en jarrones de la Dinastía: “Yo quiero mi pedazo”.
Es una traducción del chino que desconozco. Las cenizas serán esparcidas en el
campo, tal vez la soja, aumente hasta el cielo.

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