Entró por equivocación a un show bar, se sentó en un
banco alto, tenía piernas largas, tobillo y rodillas finas, las tetas no eran
compradas, un push up las redondeaba y un top con lentejuelas negras, destacaba
la blancura de su piel de terciopelo. La minifalda que le sostenía el culo, era
de seda negra, discreta y sensual, al borde del banco. El Barman se acercó
abandonando a otros clientes que estaban antes que la muñeca pelirroja. Tenía
voz grave, susurrada. El Barman se vio obligado, acercó el oído, quería un
tequila con sal y limón abundante, lo pensaron sus ojos entornados, de gato
perezoso.
—Traeme dos
tequilas, puedo esperar que atiendas a los parroquianos anteriores.
Escucharon
silbidos de aprobación a la pelirroja, un chico apareció de la nada, con un
fagot. Se ubicó a tres bancos de los tequilas, sus melodías irlandesas
medievales dormían sueños y despertaban corazones. El joven tomó uno de los
tequilas, con espacios de miradas de pájaro manso. —Tomá tranquilo, en homenaje
al fagot y vos.
Con el brazo
extendido acarició el pelo lacio del músico y le entregó una tarjeta pequeña e
inquietante. Arrojó con delicadeza el valor de lo consumido. Con una pashmina
que alaba su partida, la tragó la noche en un vuelo errante. El joven, con
lentitud de sabio, la siguió sin pensar.
La tarjeta cayó
al piso, fue pisada, escupida, quemada, por hombres distraídos, incapaces de
inventar un dios aunque no exista.

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