martes, 8 de mayo de 2018

FACHADAS FALACES


   Enriqueta y Pancho se juntaron, ella tenía un chico de su primer casorio de catorce años. Vivía más en Buenos Aires con su padre, que en La Plata. Nació Dante, hiperkinético a partir de los tres años. Había una muchacha que hacía la tarea completa de  la casa. La vida de Enriqueta era de una estructura aburrida y nunca salía de sus carriles.
   Viernes a la noche comían con una pareja amiga, en el mismo restorán, con la misma pareja. Los sábados era el día de coger. Domingos ir a misa. Lunes ordenar la contaduría de su padre, donde trabajaban el resto de la semana, Enriqueta y Pancho.
   El primer día de teatro fue glorioso, un Profe sensible y culto. En mitad de la clase apareció Enriqueta, con una prolijidad molesta. Pidió disculpas, su hijo de tres años ingirió una caja de antidepresivos y hubo que proceder a un lavaje de estómago.
   —No soporto los Sanatorios, quedó a cuidado de mi hermana, si no fuera por este incidente, habría estado en tiempo y forma.
   El Profe preguntó por qué eligió hacer teatro. Ella contestó con sus ojos redondos de vaca cautiva: 
—Mi vida fue y es tan geométrica, que decidí romper las reglas.
   El Profe nos dio una consigna para improvisar. Enriqueta y yo hicimos un trabajo en la selva, animales con hambre nos perseguían, mi acción fue correr, trepar un cortinado, que se desprendió y me envolvió como una piedra, los animales pasaron de largo. Enriqueta se estampó en una pared, abrió grande la boca, no podía gritar. Intervino el Profe: —Te van a comer viva y son muchos, gritá hasta que el sonido llegue a cuatro kilómetros.
   Le salió un grito bajo. —Eso alcanza a dos metros, te pedí cuatro kilómetros, los animales no sólo te quieren comer, te odian.
   Enriqueta se soltó de la pared, su cuerpo tomó forma de tigre furioso y gritó tan alto que vinieron del bar del primer piso a ver si había pasado algo. La aplaudimos, vimos el animal salvaje y su grito nos dejó sordos. Ella volvió a su postura encorvada y su vocecita inaudible.
   Nos hicimos amigas, Enriqueta me pasaba a buscar en auto y llegábamos en dos minutos, conversábamos poco, pero sustancioso. Un día entré al baño y la vi tomando de una petaca, como un bebé sediento. La metió en su bolsa, me miró con ojos de vaca y se fue con una carcajada escalofriante. —¿No me acompañás a casa? Pancho no estará un par de horas y el monstruito está en lo de mi hermana. Te voy a convidar un pisco, que te da vuelta.
   Criticamos a nuestros compañeros, nos partimos de risa hasta dejar la botella vacía. Llegó Pancho: —Decime Enri ¿por qué están todas las botellas a media asta?
   Ella contestó: —Si no sabés vos, son tuyas, ahora voy a llevar la flaca a su casa, damos una vuelta rápido y vuelvo.
   Pancho no saludó. Teníamos un pedo más que considerable, Enriqueta iba con el acelerador a fondo, cruzó un gato negro y lo hizo estampita. 
—¿Te diste cuenta que pisaste un gato…? Bajá un cambio.
   Ella abrió su ventanilla. —Mejor, detesto los gatos.
   Al llegar a casa me preguntó: —¿Viste qué bragueta tiene Bruno? A veces se le hincha, lo miro y se pone colorado el boludo, ¿a vos no te gusta mirar braguetas?
   —Es la primera vez que escucho algo así, jamás se me ocurriría mirar una bragueta, bueno, chau!
   No le di un beso. —Enriqueta, la próxima me voy sola a teatro, me lleva Bruno, le quedo de paso.
                           Se lo dije a propósito.  

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