Las armas
ejercían una fascinación que ocultaba en la memoria. Le ocurrían
contradicciones, quería una en sus manos y otra lejos, que careciera de
existencia. Su Padre le enseñó, en el campo, con un arcabuz del Abuelo: —Vení, Hijo,
no seas cobarde, primero la recorrés, no tiene balas, quiero que al tocarla le
pierdas miedo.
El niño, con las
manos transpiradas aceptó, no quería tener en sus oídos la palabra “cagón”: —Le
digo que sí, Patrón. Ud le pone las balas y en los troncos las víctimas: dos
frascos con mugre, el pájaro embalsamado y la cacerola oxidada.
El Padre tiró
primero y acertó todo. —La puntería, Patrón, es por su experiencia, a mí de
chico no me gustó tirar con cebitas, no podía ni quería, pero como Ud dice,
siempre hay una primera vez.
Le dio al pájaro
embalsamado, los otros blancos quedaron tal cual.
—Hijo, veo que
Ud no tiene la suerte de la primera vez, siquiera. Continúe con sus libros, en
eso acierta, me preocupa cómo se quema las pestañas y los anteojos culo de
botella, parece que dejara sus ojos en las palabras escritas.
Le quedaba una
semana en el campo y después dar la primera materia del año. Quiso tomar un
baño antes de salir, pero escuchó la ducha, le extrañó que no cantara. —¿Qué
hace tan temprano, Patrón?
—Tuve ganas de
estar limpio y atildarme, después, si el auto me arranca, lo llevo a la Estación.
Mientras se
secaba, escuchó un ruido familiar, pero más intenso. Entró en la cocina, miró
al viejo doblado en una silla, con el arcabuz en el piso, inundado de sangre.

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