domingo, 25 de mayo de 2014

UN CUENTO

        Antes de salir mi mamá dijo que tuviera cuidado con los hombres que me miraran con insistencia y echara a correr.  Un señor, con ojos negro pozo, viéndome todo el tiempo, me obligó a correr. Me metí en un edificio, llegué al ascensor, había una señora vieja de cara plisada y ojos celeste claro. Dejó en el aire olor a perfume rico, muy rico. Apretó el número veintisiete. El ascensor se detuvo y por más que gritamos, nadie escuchó.

      La primer hora, la Señora me preguntó cuántos años tenía, en qué grado estaba y si me gustaban las computadoras. Yo la interrogué, en que piso vivía, si vivía sola y si le gustaba la Coca cola.
       La segunda hora la Señora mostró cansancio y se sentó en el piso, yo hice lo mismo. Luego de un suspiro tan antiguo como la Señora, como cuando era chica y la castigaban sin razón, porque ellos no podían mantenerse ni a sí mismos. En una pelea trágica entre ellos, murieron. La pusieron en una casa de niños huérfanos. En una entrevista médica de rutina, un médico joven, que de un flechazo fue atravesado su corazón, le preguntó cuántos años tenía y ella dijo dieciséis.
      A él comenzó a latirle el corazón, no era la edad que atendían en ese asilo. Se casó con ella, nunca supo si por el desamparo o porque la quería. La hizo muy feliz, le dejó una fortuna o tres (no recuerdo). A las tres horas, mientras nos masajeábamos los pies  yo recordaba las bofetadas, la hebilla del cinturón y el tobillo atado a los pies de la cama. Los amigos de mi padre, diciendo a cada rato: -¡Qué grande que está su hija, qué grande que está su hija!- Mi madre empezó a tener miedo por su hija, entre dejarla en un asilo o que huyera como pudiera. Optó por lo segundo con mi anuencia.


     Bueno, dijo la vieja, te falta el capitulo del resarcimiento. La chica recostó su cabeza en la falda de la Señora que le tocaba el pelo, paja de escoba y el cutis con manchas y granitos. Ésta es la calle, mal alimentada, sin dormir. Me despertó, parece que pronto saldríamos del ascensor. Me da vergüenza decirle pero yo me la llevaría. Me da vergüenza decirle pero yo me quiero ir con ella.      

lunes, 5 de mayo de 2014

MARGARITAS Y SIRENAS

     Era negra y me quería muchísimo, yo también.
     Su nombre: Luli.
     Cuando fui a vivir a una gran ciudad, me costó despedir a mis queridas tías, que hicieron de mi infancia un cuento.
      Llegar a la gran ciudad me hizo sentir enano. El primer tiempo me agobió el cemento, los ruidos de los autos, los micros, las sirenas. Pasado un tiempo, cuando escribía, los sonidos de la calle me fueron imprescindibles.
     Recibía cartas de Luli, cada vez que fallecía alguna tía. Tenía la delicadeza de no extenderse en el tema.

      Yo escribía artículos para algún diario y con eso subsistía. Mientras construía un libro, tan generoso, me daba pie para seguir la cuidadosa novela. Cuando se publicó fue un éxito de ventas, lo que gané me lo gasté. Aparecieron tres ediciones más. A pesar de esto quedé solo y sin un céntimo. Mi cuarto me agobiaba.

      Una mañana encontré a Luli, me abrazó eterno y me invitó a sus trabajos que se reducían a la limpieza de tres departamentos, cuyos habitantes trabajaban el día entero.
      En el primero Luli sacó dos vasos y vertió, con generosidad, el whisky más caro del mundo. Luego nos sentamos en los mullidos sillones y jugábamos un rato a “¿te acordás?” Las noticias del pueblo eran relatadas por Luli, con prudencia e ironía.
      Cuando llegamos al segundo, sobre la mesa había tres puchos con olor raro. Los fumamos, veneno no era. Pusimos un disco y bailamos como locos. Nos olvidamos de cerrar la puerta del departamento.
      En el tercero limpiamos todo, hasta los goznes de la puerta. Hubo mala suerte, cayeron los dueños. Sin mediar palabra, le pagaron y dijeron que no volviera más.
       Luli y yo fuimos a su casa, casi toda población negra, que saludaba a Luli con bonhomía.

      Cuando cobré lo de mis tías, la invité a visitar alguna isla que ella eligiera.
      Buscó la isla donde nacieron sus padres y allí fuimos. Visitamos tumbas, quince días y fuimos a la playa un día sólo.

       Ahora vendimos todo y compramos una casa antigua. Luli limpia y limpia. Todavía dice que su vocación real es la limpieza. La convencí de dejar el trapetón y dedicarse a bordar ranas y margaritas. Los días molestos son cuando Luli trae su familia. Son veinticinco. Le pregunté a Luli porqué los negros tienen más hijos que los blancos. Dijo que los negros tienen billones de espermatozoides.

domingo, 4 de mayo de 2014

MORROCOTUDO


      Compartíamos la pieza, León decía que no era judío, pero su perfil y la postura de alguien que hace tiempo corre, corre y corre, lo desmentía.  No es judío, no practica la religión. Yo soy católico, pero no ejerzo. Ocurrieron episodios oscuros. No creí más en nadie hasta que conocí a León.

      Dijo que no tenía xenofobia. Un día furioso largó un “sos un judío de mierda...” mientras pintaba su fijación de rejillas y túneles. Es un goy pura sangre. Hay que esperar. Ya alquilamos un taller oxidado y luminoso, no vaya a ser.

      Él prefiere el desnudo. La pobre Lina con una estufita posando tres horas consecutivas. Le llevo café caliente. Ella me agradece y León se pone de la nuca. Le arruinamos algo que no veíamos. León se fue. Por la noche me había perdonado. Dijo que entre él y la modelo había cosas que no se veían, eso quería plasmar, lo que no estaba.


      Yo no lo perdoné. Ese día estuve con Lina. Desayunamos vino caliente con canela, almorzamos con amontillado moderno y dormimos una siesta morrocotuda en un hotelucho. Era mío su calor, míos sus ojos, su espalda tibia y sus pies fríos.