No lloró nunca, ni de recién nacida, ni cuando tenía hambre. La peor alumna, siempre ensoñaba, las maestras se cansaban de su abulia y optaban por ignorarla. Desde los cinco años se tiraba sobre el pasto a mirar las estrellas y la luna. Su padre la encontraba dormida y la trasladaba a su cama. Sus diálogos eran susurros a los pájaros, las mariposas y sus siete gatos. Adela se aburría de escuchar a sus hermanas, a sus padres y a todos los sonidos que emitieran. Las pisadas con zapatos eran una tortura. Sería por eso que andaba descalza sobre la tierra, aún si llovía. Su padre le construyó un refugio. Fue su primer risa, que selló con un beso en las manos de su padre. Adela tomó como domicilio el refugio.
Apareció un psicólogo, convocado por sus padres y le pidió una charla. Adela lo hizo pasar a un lugar exiguo, tenía libros mezclados con gatos y dibujos de pájaros e insectos hechos por Adela. Nunca vio a nadie tan feliz y completo. Informó a los padres que Adela no estaba enferma. Había elegido su propio modo de vida, un modo poco común, pero, se la veía ubicada en tiempo y lugar. Hizo un comentario, dijo que las palabras rompían el aire. Denotaba un alma sensible. Pasado un tiempo, Adela iba a salir a buscar a su familia y cambiada, eso era seguro. El psí se fue y los padres tranquilos se abrazaron.
En la primavera se colgó de un piñonero, para ver el lugar desde arriba, perdió pie y su bufanda atascada, entre su garganta y dos ramas. Para todos, Adela se suicidó.