Me caí en la
escalera y me tienen que operar. Por quince días no voy a poder escribir.
Abrazos de Patricia.
BLOG DE AUTORA. CUENTOS CORTOS. SE AGRADECEN COMENTARIOS (AÚN LOS ANÓNIMOS) LA OPINIÓN ES UN DERECHO DE TODOS.
Me caí en la
escalera y me tienen que operar. Por quince días no voy a poder escribir.
Abrazos de Patricia.
Melisa hacía abdominales, mañana, tarde y
noche. Hasta no llegar a la cintura de avispa, como decía su madre, no iba a
detenerse. Contrató un masajista japonés, que le pegaba bofetones alrededor del
abdomen y luego con una morsa de madera, le ajustaba tornillos.
—Tebe dolmil con la molsa puelta.
Melisa controlaba sus medidas, al comenzar
fueron 90-60-90, luego fue 90-54-90, más tarde 90-48-90, se enojó con el
centímetro, le echó la culpa, decía que mentía. A su ideal de cintura le
faltaba más castigo, para llegar a su objetivo, que una mano de hombre la
abarcara entre pulgar e índice. Compró cinta métrica de metal y controlaba el
día a día. El japonés no quiso seguir, porque entre la morsa, los bofetones y
la cinta métrica, la cintura sangraba.
—Melila, mis delos de mano shica, le
aconseja dejal aquí, ata que se haga cascalilla. Pásele eta clema cinco vez pol
día.
Inclinó su cabeza y cerró la puerta con la
sutileza de una pluma. Renovó todo su guardarropa, ese talle merecía vestidos y
trajes de diseño. La madre perdía el habla cada vez que miraba a su hija. La
cintura de Melisa representaba, el tallo de una flor. Hizo su presentación en
sociedad, con doscientos invitados. Tomaron birra, whisky, pisco y tequila.
Fumaron porro, hachís y algún valiente se inyectó heroína arábiga.
Cada vez que Melisa tomaba algo o daba una
pitada, sentía que su cintura quebraba. En un rock and roll acelerado, el chico
que bailaba con ella, la deslizó bajo sus piernas y luego la arqueó sobre su
espalda. Cuando cayó al piso, Melisa estaba quebrada. Llamaron al SOME y la
internaron en Urgencias. No la podían mover, o su parte superior quedaría
independiente de la inferior. La sangre dejó de fluir con normalidad, primero
murió la parte de arriba y luego la de abajo. Único caso, donde una persona
necesitó dos ataúdes independientes.
A uno le pusieron una placa que decía:
Melisa Parte I y al otro, Melisa Parte II.
Suelo mirar
todas las mesas del Café y si encuentro alguien que lee “Cartas Secretas de
Witold Gombrowicz”, me acerco. Dijo un chico que lo podía comprar en cualquier
Librería.
—Si no te lo
presto.
—Jamás prestes
un libro, porque nadie te lo devolverá. Es algo empírico.
Tuvo la
gentileza de mostrar algunas fotos, donde vivió Gombrowicz, o sentado en un
Café rodeado de seudo intelectuales. Él dijo que lo aburrían y se fue.
Estuvo viviendo
aquí unos años, odiaba Tandil. Le agradecí y volví a mi mesa, ocupada por ese
Señor que dice:
—Soy tu esposo,
explicá tu comportamiento, yo esperando como un boludo, mientras vos charlabas
con un chico.
Le pedí
disculpas.
—¿Viste cómo se
ha dejado la lectura? La consecuencia es que se pierde lenguaje, el interés por
pensar.
—Una buena
conclusión, chapeau, pero no te habilita a dejarme solo.
Yo pasé por la
Librería y lo tenían a trescientos pesos. Lo compré. Él me esperaba afuera y le
indignó el precio. Todos los precios lo indignaban.
Encontré otra
Señora leyendo y en la tapa estaba el nombre “Harry Potter”. Dijo con orgullo:
—Lo leo en
inglés.
—Qué pérdida de
tiempo.
—Es para llevar
a mis nietos.
—¿Por qué no les
lee “El Principito”? Existe otra posibilidad, “Mafalda”, por lo menos éstos no
los asustan. Harry Potter les da vuelta la cabeza, mal.
Regresé a mi
mesa, él estaba esperando y esta vez no protestó. Lo miré a través del espejo.
Fui a pagar a la Caja y lo pasé a buscar.
De pie y
rápidamente llegó a la vereda. Llegó solo, no sé cómo lo logró.
—¿Y, qué tal?
Era nuestro
saludo doméstico, al que nunca respondió.
Por si se
perdía, tenía un GPS incorporado en su memoria. Nunca lo dejaba solo.
El accidente dejó
secuelas irreversibles. Era mejor cruzar una Avenida con él, antes de hacerlo
sola. Tenía un arma blanca, él la llamaba así. Un bastón blanco, todos nos
dejaban pasar.
El resto parece
un chiste viejo. Vivimos en un departamento que está en el noveno B.
Daba sangre cada
vez que me era permitido, después la vendía, un trabajo como cualquier otro.
Leí que alguien muy rico, necesitaba un riñón. Me presenté a su casa, con los
antecedentes, análisis, edad, encarpetados.
Le ofrecí mi
riñón a cambio de una suma importante, que el Señor rico, duplicó. Luego tuve
la oportunidad de vender mi pulmón derecho a un suizo, no esperó saber cuánto,
extendió un cheque impensable y me besó las manos. Tenía un primo en Suecia,
nos presentó y me quiso comprar la pierna derecha, yo no soy ningún boludo,
pagó cash, perfecto.
Por Internet
supe de un inglés que necesitaba un brazo izquierdo, lo quiso hacer en Bolivia,
porque salía más barato, se lo oferté por la llegada de las fiestas. Vendí los
pabellones de mis orejas a un tipo que era modelo y ese detalle de ausencia le
hacía perder todos los castings, a ése le cobré una pichincha.
En la puerta de
un Sanatorio, encontré un Señor caballeroso, le habían ensartado un florete en
el ojo, practicando esgrima. Se acercó, ya me conocía todo el mundo, quiso
comprar mi ojo izquierdo. Le di mi número de celular y a la semana quedé
tuerto.
Logré una
fortuna. Me sentí mezquino cuando supe que el mejor amigo de mi hija, estaba en
lista de espera para un trasplante de corazón. Ofrecí el mío. Fue un éxito, se
realizó en Montreal.
Me pusieron un
corazón hecho con aleaciones plásticas, funcionó hasta que terminé este cuento.
En paz descanso.
—El que tenga
que ir al baño, que vaya ahora o calle para siempre.
—Al finalizar la
clase me hice pis encima.
—¿Y dónde fue
que lo hiciste?
—En los bancos
de atrás está todo, todo, mojado.
—Bueno, Fermín,
ahora te vas al baño y hacés todo lo que quieras.
—Seño, usted me
dijo que hiciera lo que quisiera, vaya usted a mirar cómo dejé el baño.
Miró de reojo y
mi caca repartida por todo el baño y además, regada.
—Tu penitencia
será limpiar con un trapo y a mano, hasta dejarlo brillante. Fermín, tenés una
penitencia por día, es raro y repugnante.
—Nunca me voy a
olvidar, Seño, cuando me hizo abrir un sapo con un bisturí. Yo me pregunto qué
cosas tiene un sapo, que no tenga un Presidente: Eso me cuenta Papá, durante el
almuerzo: “Sapos son los que nos hacen tragar”. Usted Seño, Señora, Señorita,
nos tendría que enseñar algo que no fuera nada. Como dice mi Mamá: “Usted no
sabe ni el abecedario, tiene mierda en la cabeza”. No lo digo yo, lo dice mi
Mamá, que se sacó diez toda la vida. Yo le pondría un seis como Madre. A veces
ella también tiene mierda en la cabeza.
Considerando sus
dolores que le viajaban por el cuerpo, huesos, lunares, granitos, febrículas,
hongos. Consultó con el mejor Psiquiatra-Psicólogo de Buenos Aires. Le habló
Moni:
—Te digo que es
carísimo, debe ser muy buen Analista. Si no fuera tan caro, no sería tan bueno.
Igual te conseguí un turno con el Psi René, el miércoles a las cinco de la
tarde. Perdoná que me haya inmiscuido.
—Moni, hiciste
lo que debías, gracias, chau.
—¿A qué debo el
honor de su visita?
—Después de
conocerme, verá que no tengo honor. Lo quiero consultar, me salió un grano en
la oreja, lo miro todos los días y se agranda, estoy muy asustada, ¿qué puede
hacer?
—Yo no puedo
hacer nada, tengo un grano en la oreja, si usted lo deja de mirar el grano
desaparece. Dejamos acá. Nos vemos el miércoles, a las cinco.
Apenas salió del
Consultorio, René dio un portazo.
—Usted nunca
preguntó, pero mi nombre es Nora.
—Es muy lindo su
nombre, pero me gustaría que hablara de otras cosas, su infancia, la
adolescencia, la juventud.
—Doctor René,
esas cosas pertenecen al pasado y tengo una capacidad de olvido, donde enterré
mi pasado. Lo que más me preocupa es un lunar abajo del ombligo, era redondo y
chiquito, ahora empezó a engordar. Tengo miedo que sea cáncer.
—Querida Nora,
¿por qué no me lo muestra?
—¿Y es
obligación que se lo muestre?, me tengo que desabrochar la camisa, la camiseta…
—Además de
Psiquiatra, soy Médico y lo puedo evaluar. Aquí está, aprendí en la Facultad
que los lunares no se tocan ni se operan.
—Me dejaría más
tranquila, que me lo palpe.
—No me pida eso
ahora, acá hacemos psicoanálisis, no tocamos lunares y menos éste, que tiene un
pelo duro en el medio.
—También tengo
una mancha en un glúteo, le permito que la mire, es marrón con puntitos
amarillos.
—¿Sabe cómo se
soluciona? Lavando bien sus intimidades, sobre todo cuando depone, la mancha es
de caca y por el olor tiene muchos días. Debe bañarse más seguido.
—Doctor René, si
me baño, me lleno de alergias de toda índole.
—¿Por qué no se
queda desnuda? y podré ver todos sus problemas juntos. Ahh, Nora, su cuerpo es
perfecto. Tengo una inyección para darle que le quitará las tonteras que
imagina. Dese vuelta, por favor.
—Doctor René,
me parece que se está propasando, eso que me pone en el ano, no es una
inyección, es su propio miembro.
—¿La hace sentir
bien?
—Pssi, la verdad
es que en la próxima sesión me gustaría que siguiéramos jugando.
—Dejamos aquí, no olvide el próximo miércoles
a las cinco. Le pido que venga limpia, reluciente, sino, no juego más.
Lautaro trataba
de caminar por la calle, las veredas eran tan calientes, las baldosas, las
casas. Sus pies tenían ampollas por eso decidió andar por el asfalto. Hasta que
se dio cuenta que no podía trasladarse. El asfalto lo dejó quieto y le fue
tragando los zapatos.
Las calles
estaban vacías y empezó a pedir auxilio. Se quedó sin vos por decir tantos
auxilios. Así pasó la mañana y la tarde, el asfalto le llegaba a las rodillas,
trató que funcionaran sus piernas. El asfalto cubrió también su cintura. Lautaro
meditaba para ver cómo salía. Cuando le llegó al cuello se resignó, pensando en
su muerte inminente. El asfalto no tuvo piedad y le cubrió la cabeza.
Por la mañana,
pasó la Señora Raquel Piedrabuena, dirigió su mirada a un sombrero panamá,
cruzó el asfalto y le pareció ideal para caminar bajo el sol. Cuando se miró en
el espejito de su cartera, se sintió una Señora muy distinguida y cuando dio el
primer paso, sus tacos estaban enterrados en el asfalto. Poco a poco se enterró
hasta la cintura. El agobio no le permitió pedir socorro. Raquel Piedrabuena
fue devorada por el asfalto, sólo quedó el sombrero.
Luego cruzó un
chico que lo miró y se lo puso. Caminó sereno, al asfalto no le gustaba atrapar
niños de panzas vacías.
Recibió un tiro
en el brazo. Fue desde una camioneta de cazadores de liebres. Y se la dieron,
nomás. Era el Día de la “Fiesta del Durazno”. Cada Pueblo tiene su fiesta, la
Fiesta de la Vendimia, de acuerdo a la cantidad producida. Esta Fiesta la ganó
Augusto Cruces.
Su Mujer era una
excelente Modista y también modesta. Le confeccionó una bombacha de tablas
blancas y una camisa perfecta. Lo completaba con una rastra de monedas, botas
carrujadas, pañuelo de seda al cuello y sombrero de gaucho. El brazo quedó
inutilizado. Augusto, el hombre que se reía todo el día, para contagiar a la
peonada, perdió la risa.
Sus días eran
tristes, entró en una depresión permanente. Todos trataron de ayudarlo, los
hijos lo reemplazaban en su trabajo. Decidió dormir al aire libre, en un catre
de campaña. Lejos del rancho, cerca del río. Mientras la familia almorzaba, se
escuchó un ruido estridente. Su Mujer corrió hasta el río y allí estaba
Augusto. Tirado en el catre, con un balazo que él mismo, se disparó en el
corazón.
Nico conducía el
camión desde hacía dos días, Feiza no sabía manejar. El sol le daba en la
cabeza y en la nuca. Tenía el brazo ampollado. Mirando el asfalto percibió una
raya gris brillante, como si fuera agua.
—Feiza, me
parece que estamos por llegar.
—No, para nada,
faltan 1500 kilómetros. Lo que ves es un espejismo.
—¿Como en el
desierto, que en el horizonte se asomaba un oasis? Me acuerdo cuando lo
visitamos, te tenía que arrastrar. Me hiciste un gran favor, me mirabas con
odio. Cuando entramos al oasis repleto de palmeras y una laguna transparente
donde nos metimos a nadar.
—Nunca fuimos
una pareja normal, dormimos cuatro días seguidos. No pasaba nada entre
nosotros, tus ojos se deleitaban en ese lugar. Nos metimos en el agua y salía
vapor. Te enojaste, guardaste ese odio para mí. Me obligaste a meter la cabeza
dentro del agua, me apretabas el cuello y cuando yo no daba más, me sacabas
para respirar y me volvías a meter, no entendí lo que pasaba. Pero pude
escapar. Vos no me hablabas.
—Poné música y
prendé el aire, que ahora sí, estamos por llegar.
Nico añoró
llegar a su casa, llenar la bañadera y usar un líquido para hacer espuma.
—Disculpá que
entré yo primero.
Feyza le dijo:
—Quedate
tranquilo, que me meto con vos.
Trajo dos
sopapas grandes, que después escondió en el lavadero y apretando con fuerza lo
hundió bajo la espuma.
—Oficial, se lo
pido por favor, él se suicidó. Me dejó sola. No me tuvo en cuenta, ni me invitó
para suicidarnos juntos. Lo que más quería era mi vida. Él eligió morir.
—Nos peleamos,
nos dijimos de todo, boludo, inútil, cortamambo, asno.
—¿Cómo se van a
decir esas cosas?
—Yo tengo
memoria y recuerdo tus peleas a los gritos, puteando por cualquier cosa a mi
Papi. Mami, te quería contar que mi novia veranea en San Bernardo y yo prefiero
Monte Hermoso. Decidimos San Bernardo. Decidió ella. Estaríamos solos para
preguntarnos qué hacer o qué no hacer.
—Joven lindo y
bueno, ¿qué quieren decir con hacer o no hacer?
—El amor, Mami,
el amor. Yo sé que ella quiere, pero yo no sé. Se cree que soy célibe, pero
antes me acosté con muchas chicas.
—¿Y a cuántas te
cojiste?
—Me cojí un
montón, pero esta me gusta porque es virgen todavía.
Cuando llegó el
Padre, ella le contó todo con lujo de detalles.
—¡Estúpida! ¡Qué
tenés en la cabeza!, sos una irresponsable, todavía es un niño y vos se lo
entregás a cualquiera.
—Es su Novia y
parece que la quiere, se compró una caja grande de profilácticos, ¿los usará
todos?
—Tengo ganas de
hablar con la Madre de esa chica. Vos quedate, después te cuento.
La Mujer tenía
la puerta abierta, justo salía.
—Mire, soy el
Papá del chico que es amigo de su hija, ¿a usted le parece bien que vayan
juntos de vacaciones? Mi chico es un Don Juan y su hija parece liberal y
divertida.
—A mí me parece
excelente que alguien use la casa de San Bernardo, nosotros no vamos nunca. Lo
invito a mi hidromasaje. Lo noto muy tenso, y eso lo va a relajar. Quítese la
ropa mientras yo me quito la mía.
El estar con esa
Mujer, nadando en redondo, le produjo muchas ganas de hacer lo que no hacía
durante tanto tiempo. Luego de estar en el cielo, volvió a su casa. Su Mujer
estaba despierta.
—¿Y? ¿Qué me
contás?
—La Madre tiene
aspecto de clerical y anda con la Biblia en la mano, prácticamente me obligó a
rezar el Padrenuestro, dos Ave María y dar gracias a Dios. Podemos estar
tranquilos y dejarlos ir de vacaciones.
Y al final, se
convenció.
—Mami, en la
playa lo pasamos de primera, tuvimos algún cambio de palabras. En especial
cuando caminábamos por la orilla y ella se negaba, porque se mareaba. En casa
me pedía perdón y no sabés cómo perdonaba.
Le dolía el
brazo izquierdo, lo tenía casi inutilizado. Alcanzaba a tender la ropa o un
libro alto. Aumentaba el dolor, no la dejaba dormir. Le recomendaban hacer una
consulta con un Médico. Odiaba a los Médicos y el olor a Hospital le daba
vértigo.
Una noche, con
un cuchillo, se cortó el brazo que le dolía, desde la clavícula hasta la mano,
sangraba tanto que llamó al Hospital. El resto lo puso en una bolsa
transparente. Fue llevada rápidamente al quirófano. Trabajaron cinco cirujanos.
Uno preguntó dónde estaba el trayecto faltante. El Enfermero llevó la bolsa:
—Qué persona tan
loca, sacarse un pedazo porque le dolía.
Les llevó cinco
horas la operación y ocho meses de recuperación. Le reubicaron la clavícula y
el brazo le quedó más corto que el otro. Cuando le sacaron las vendas se dio
cuenta enseguida. Su brazo no le dolía, pero al lado del otro, era mucho más
corto. No le importó.
A ella no le
importaba nada. Encontró nuevas aplicaciones. Con el corto usaba el celular y
apagaba la lámpara de la mesa de luz. Un chico se acercó:
—Está cool tu
brazo izquierdo. Te invito a vivir conmigo.
Así fue, fugaz,
pero este chico tenía micro cámaras de videos, que les mandaba a sus amigos
para ver desde distintos ángulos, el cuerpo desnudo de “brazo corto”, así la
llamaban, “Brazo Corto”. Cuando ella se enteró de todo, se fue. A “Brazo
Corto”, no le importaba nada.
Empezaron los
problemas con el brazo derecho, sintió una molestia. Comenzó a crecer a pasos
agigantados. Creció hasta la rodilla. Ella se sintió más tranquila. En la
Primavera donde todo crece, el brazo le llegaba a los pies y al finalizar el Verano
lo podía usar de cinturón.
Estuvo en un
evento y vio al Profesor que le tenía inquina. Prendió una boquilla larga.
Mientras el Profesor hablaba pavadas, ella le apagó el pucho en la garganta. Le
placía estar en cualquier lugar y arrastrarse como una serpiente, hasta llegar
a una bragueta de botones, desprenderla con suavidad y saber de qué miembro se
trataba. No sólo hacia degeneradeces. Al brazo derecho lo usaba para secar la
ropa. En los Inviernos más despiadados, el brazo largo enroscaba al brazo
corto. Entre ellos se daban calor.
Una mujer preguntó:
—¿Dónde
consiguió esa estola tan rara, que parece piel humana?
Se abrazaba a sí
misma para disimular. El brazo derecho se cansó del izquierdo. Compró soga de
barco, la arrolló en su propio cuello. Se complicó la situación del anudado del
brazo largo. Faltaba el aire, la respiración se detenía, el corazón no latía.
Pero a “Brazo Corto” no le importó para nada.
No me bañaba ni
me cambiaba el camisón, para sintetizar, la higiene dejó de ser un hábito, dejó
de ser. No tenía fuerzas y lloraba para no sufrir, si me detenía, me arrastraba
por el piso, hasta llegar al jardín y mirar las plantas desde abajo. Un vecino
y amigo, maravilloso, apareció caminando en cuatro patas y se acercó al sillón
verde, donde estaba acostada, seguro fue Andrew, que habló con preocupación
sobre mi estado. Gustavo, apoyado en cuatro patas, dijo:
—Mm…qué olor feíto que tenés hoy, ¿por qué no
te das un buen baño y cambiás de camisón? Pensá en una ayuda, un buen
psicólogo.
Hice todo lo que
me señaló y aparecí en su casa, a unos pasos de la mía.
—Gus, ¿vos no me
podés pedir turno con un buen profesional?, si es hombre, mejor.
Al siguiente día
me llevó mi Papá, a la sesión correspondiente. Flavio, con su pipa inseparable,
un cuadro de Freud colgando a sus espaldas y dos cuadritos chicos, de los
relojes blandos de Dalí, por primera vez me reí por dentro.
Sus primeras
palabras:
—Patricia, ¿por qué mandaste a pedir un turno
y no llamaste vos?
Le dije que me
daba vergüenza. Le hablé de mi depresión morbosa, era estacional, más grande
que yo y me quitaba todo, hasta el placer de jugar con mi hijo de tres años y
la libido ausente.
—Decime qué
hago, Flavio.
Me habló
directo, flecha:
—Vos tenés
treinta y ocho años, no sos ninguna nena, sos una mujer. ¿Y si te preguntás qué
podrías hacer vos, por vos?
Yo iba a seguir
hablando, pero vino el clásico:
—¿Lo dejamos acá?
Fue mi psicólogo
durante cinco años. Mi situación iba y venía. Un invierno de lluvia y frío,
llegué antes, me metí en la cocina, donde departía con sus colegas.
—Flavio, por
favor me muero si no me atendés ya.
Me hizo pasar,
me senté en el borde del sillón.
—No puedo vivir,
tengo miedo de suicidarme, en mi flia todos murieron en accidentes de autos o
suicidados. Yo no soy ellos, entendés? Tengo adentro hecho trizas y estas
lágrimas de mierda, que no paran, y los mocos, como mi vida, que es un montón
de mocos y astillas, que fueron un todo y ahora no encuentro los pedazos para
juntarlos y la soledad y la tristeza.
Mi cabeza tocaba
las rodillas y mi espalda era un signo de interrogación que dolía. Flavio se
levantó, se sentó a mi lado y me abrazó redondo, como mi Abuela.
Me hamacó diciendo:
—Bueno…bueno.
Le dije yo, que
lo dejábamos acá.
—¿Te espera alguien?
Estaban Andrew y
Simón abajo.
—Sí, no te
preocupes, una vez me dijiste que había que saber andar entre las balas y es lo
que estoy haciendo. Gracias.
Me sostenía
volver el miércoles, a las cinco de la tarde.
La familia, los
amigos y yo, nos dimos cuenta que Nora tenía preferencia por uno y el otro no
le importaba. A pesar de ser un Pintor pope, yo me encargaba de pagar los
gastos de la casa, las vestimentas de todos y el Colegio pago de mi hermano.
Me despreciaba
con los gestos y al otro le hacían fiestitas y le traían regalos.
—Qué suerte,
Nora, que este te salió rubio y de ojos celestes, en cambio el otro, tan
morochito, de párpados caídos.
Las amigas se
fueron dándole un beso a Nora y a su hijo predilecto. A mí me saltaron. Mi
Madre déspota insistía que yo le hiciera los mandados. Mientras ella hamacaba
al niño, blanco como la leche. Para mí, le faltaban glóbulos rojos.
Les compré una
Mansión rodeada de árboles piñoneros. Salimos los dos hermanos a recorrer la
floresta, sin la anuencia de Mamá. Nos
esperaba con una fusta en la mano, a mí me daba fustigazos en la espalda y al
blanco parecía hacerle caricias con la fusta.
—Me parece que
Mamá vive pegada a mí y con vos, es tan injusta que voy a defenderte.
—No, dejá, sería
peor.
Porqué no me
quería, si era un pancito. Comimos en el salón principal. La mesa era redonda,
cubierta con un mantel bordado en Richelieu. Me obligó a tender la mesa.
—Si acá sobra el
servicio.
Dijo Nora:
—A vos te queda
liso, en cambio las otras parecen haber salido del barro. Las tengo para que
limpien los pisos y los vidrios. Lo demás lo hago yo, tengo terror que me
rompan alguna pieza importante. Ocupe cada uno su lugar, ya está lista la cena.
Era un pavo
relleno, dorado y con guarniciones de papas fritas y zanahorias. El rubio
estaba bien cerca de su Madre, yo me puse en el medio, como si comiera solo. De
pronto sentimos unos ruidos. Podía ser una nota, una sola. Podían ser ratones o
algún gato que se colgara de una teja. Me inclino por la primera.
En la parte más
aburrida de la conversación, no había ninguna parte que no fuera aburrida.
Cuando mi hermano se puso a defenderme, Mamá dijo:
—Quietito, ni se
te ocurra levantarte de la silla.
A los postres,
se escuchaban cristales que se entrechocaban. Se desprendió la araña y cayó
sobre nosotros tres. Quedamos aplastados. Murió la Mamá y el blanquito. Yo
sobreviví ante una escena desagradable.
Salí a juntar
piñas y me olvidé de llamar una ambulancia.
La familia, los
amigos y yo, nos dimos cuenta que Nora tenía preferencia por uno y el otro no
le importaba. A pesar de ser un Pintor pope, yo me encargaba de pagar los
gastos de la casa, las vestimentas de todos y el Colegio pago de mi hermano.
Me despreciaba
con los gestos y al otro le hacían fiestitas y le traían regalos.
—Qué suerte,
Nora, que este te salió rubio y de ojos celestes, en cambio el otro, tan
morochito, de párpados caídos.
Las amigas se
fueron dándole un beso a Nora y a su hijo predilecto. A mí me saltaron. Mi
Madre déspota insistía que yo le hiciera los mandados. Mientras ella hamacaba
al niño, blanco como la leche. Para mí, le faltaban glóbulos rojos.
Les compré una
Mansión rodeada de árboles piñoneros. Salimos los dos hermanos a recorrer la
floresta, sin la anuencia de Mamá. Nos
esperaba con una fusta en la mano, a mí me daba fustigazos en la espalda y al
blanco parecía hacerle caricias con la fusta.
—Me parece que
Mamá vive pegada a mí y con vos, es tan injusta que voy a defenderte.
—No, dejá, sería
peor.
Porqué no me
quería, si era un pancito. Comimos en el salón principal. La mesa era redonda,
cubierta con un mantel bordado en Richelieu. Me obligó a tender la mesa.
—Si acá sobra el
servicio.
Dijo Nora:
—A vos te queda
liso, en cambio las otras parecen haber salido del barro. Las tengo para que
limpien los pisos y los vidrios. Lo demás lo hago yo, tengo terror que me
rompan alguna pieza importante. Ocupe cada uno su lugar, ya está lista la cena.
Era un pavo
relleno, dorado y con guarniciones de papas fritas y zanahorias. El rubio
estaba bien cerca de su Madre, yo me puse en el medio, como si comiera solo. De
pronto sentimos unos ruidos. Podía ser una nota, una sola. Podían ser ratones o
algún gato que se colgara de una teja. Me inclino por la primera.
En la parte más
aburrida de la conversación, no había ninguna parte que no fuera aburrida.
Cuando mi hermano se puso a defenderme, Mamá dijo:
—Quietito, ni se
te ocurra levantarte de la silla.
A los postres,
se escuchaban cristales que se entrechocaban. Se desprendió la araña y cayó
sobre nosotros tres. Quedamos aplastados. Murió la Mamá y el blanquito. Yo
sobreviví ante una escena desagradable.
Salí a juntar
piñas y me olvidé de llamar una ambulancia.
Lo sueño muy
seguido, además lo pienso. Él se fue del lugar donde yo estaba. Se despidió sin
avisarme nada. A pesar de ser su primera vez, resultó un amante que sabía lo
que había que saber. Nunca me besó la boca. Sus ojos me miraban, se escondían
en mi descaro. Nos amábamos cuando a él se le ocurría. Me sentía como su perra,
siempre esperando una llamada. El último día que hicimos el amor, se rió de mí,
se reía con su lado más perverso.
Pasaron cuarenta
años, lo encontré. Él no me reconoció, yo estaba vieja y dio vuelta la cara.
Tuve curiosidad, quise saber si había casado, si tenía niños, si era infiel
como lo fue conmigo. Lo seguí hasta la parada del micro y él dijo:
—Pase usted primero,
Señora.
Me trató de
“usted Señora”. Sentí que me clavaban espinas. Iba con dos chicos más altos que
él, los dos lo llamaban: Papá. Había una cuarta persona, sin duda era su Mujer.
Se me cayó un pedazo de odio y otro de nostalgia.
Mi Marido me estaba
esperando con el motor en marcha. Entré al auto resignada. Lo había olvidado,
era el primer día de mi quimio.
Los amigos de mi
hijo se batieron en retirada. Emigraron a otros países.
—Nos vamos de
Argentina, no se puede vivir y además no te dejan.
Encontraron un
lugar cerca de Bahía, una Isla solitaria que se llamaba Macuto. Allí fueron a
vivir dos, se mudaron con cuatro más y construyeron un lugar para comer y otro
para tomar.
Empezaron a
llegar turistas y les entraban todos juntos. Ganaban mucho dinero y eso los
alegró. Los turistas construyeron sus casas sobre piedras, todas no acordes con
el paisaje. Llegaron a tapar los morros, hasta impedir que se viera el mar.
Eran casas puro vidrio y cemento.
En el
Restaurante-Tragos, hicieron un cartel colgado de las tejas: “No Se Aceptan
Argentinos”. Descansaban los miércoles. Iban en patota a la playa blanca, el
mar azul transparente, cristal y en el sol de los atardeceres, tomaban Cachaꞔa y
contemplaban el horizonte, mientras muy lentamente, el mar se tragaba los
últimos rayos. Miraban las chicas con sus cuerpos bamboleantes. Dijo uno:
—Me imagino que
sabrán, que viajar con una mujer, significa que te va romper las pelotas. A
cada rato: “Pasame el bronceador en la espalda, más abajo, más arriba, ahora
del otro lado”. Luego de esto se podría seguir, porque tendrá un antojo, que le
compre un fular, después un collar. Todo el tiempo pensando en ese
espermatozoide, producido por un anzuelo, que te engañó para joderte la vida
que te queda.
—Un café es para
la Srta Isabel y el té para la Srta Margarita. Habían sido muy unidas, pero
después tuvieron problemas de herencia. Se reunieron para compartir esta
mansión. Sus aposentos están divididos. Aunque son contiguos.
—La Srta Isabel,
¿quedó para vestir Santos?
—Tuvo un Novio
muchos años, se sentaban durante los almuerzos. Notó que él miraba con avidez a
la Srta Margarita. Cuando estaban solas, discutían en voz baja y la Srta Isabel
salía indignada. Se amaban de lejos con las pestañas. La Srta Margarita no
miraba a nadie, sólo a él. Y contrajeron matrimonio. Margarita era gorda como
un chancho, se necesitaron cuatro personas para que el corsette le entrara. Su
hermana arribó a la Iglesia vestida de princesa, de rojo, con un escote que le
llegaba hasta el culo. En lugar de mirar a la Novia, los invitados se solazaron
viendo aquel escote, su cuello de cisne, la cintura estrecha y unos
inolvidables ojos de almendra. Cuando el Cura preguntó si la tomaba como
Esposa, el Novio dijo: “No”. Corrió desesperado tras Isabel: “Me equivoqué y te
pido perdón”. Se colgó de su vestido e hizo tanta fuerza, que lo descosió hasta
los pies. Quedó desnuda de atrás. Subieron juntos al coche de cuatro caballos.
La Srta Margarita, aceptó ser perdedora, en especial cuando descubrió que aquel
novio miraba por igual a todas las mujeres que lo admiraban y a Isabel no le
daba ni cinco de pelota. Las hermanas decidieron compartir la Mansión. No se
hablaban y se miraban con desconfianza. La Aristocracia, históricamente, se
componía de hijos de puta.
Lo puedo decir:
—¿Me permitís un
minuto? O mejor.
—Voy al toilette
y vengo.
O por qué no:
—Me meo, ¿dónde
está el baño? Dale, que me estoy haciendo pis encima.
…
—Yo no te puedo
decir, si lo sabías antes que los viste y es así. ¿Querés que te mienta?
O mejor:
—Yo lo vi
primero y callé la boca, te estaba tocando una teta.
…
—Sí, soy el
Cacique.
—Vos callate la
boca.
O también puede
ser:
—Después lo
hablamos, pero no debemos faltarnos el respeto.
O puede terminar
en:
—Te voy a cagar
a trompadas.
…
Soy el Jefe y lo
tengo que despedir:
—Perdoname, pero
sobra personal. Ahora te consigo otro trabajo mucho mejor que este.
O decirle la
verdad:
—Con tus
antecedentes es imposible, no encontré nada.
…
¿Cómo le digo?:
—Se puede
estudiar solo, no te pongas así, no es para tanto. O también aceptar…bueno,
estudiamos juntos. Y al final.
—A condición que
no te copies.
…
Se lo digo de
una:
—¿Qué hacías en
la cajonera de la Señora? Estabas robando.
O también:
—Robale que se
lo merece.
Una mejor:
—Si no me das la
mitad, se lo cuento a la Señora y vas a quedar en la calle.
—Mejor para mí.
En la calle me pagan mucho mejor que aquí.
Le pregunto cómo
hace:
—Tenés que abrir
las piernas y como dijo no sé quién, ante una inminente violación relájate y
goza.
…
Escribe mal y
ahí no sé si decirle o no. Dedica demasiado tiempo a leer, escribir y mirar una
serie Netflix. Pensar en su vida me hace bostezar. Me animé y le dije:
—Vos no cojés
nunca.
—Es verdad, ni
cuando era puta.
Saulo la
encontró en un mercado de pulgas de China. Me la entregó en secreto, era
nuestro Profesor de escenografía y no quería que el resto de sus alumnos se
pusieran celosos.
Era una cartera
de seda negra glisada, tenía bordados dorados que parecían jeroglíficos. Cuando
apagaba la luz brillaban como si tuvieran vida propia. Me asustaban y me
atraían. Dentro de ellos escuchaba voces milenarias que no lograba comprender.
Tenía el olor de todas las flores del mundo. La fui conociendo lentamente.
Tocarla me daba escalofríos y tibieza. Salieron otras voces, decían que no
tuviera miedo.
—La cartera me
habla y tiene voz propia. -Le conté a Saulo-.
—Apoyala en tu
pecho, cuando te acuestes a dormir, vas a sentir su protección.
Sentí sus manos
de seda, los bordados me recorrían todo el cuerpo. Aterrizaron en el cuello y
no me dejaban respirar. Siguieron apretando y mi oxígeno dio por terminada su
función.
Por la mañana
vino la Mujer de la limpieza, deshizo los nudos de la cartera y la llevó a su
casa. Pensó en venderla y le pasó lo mismo que a mí.
—Estamos
dependiendo de mafiosos, corruptos y obscenos.
—¿A vos te
parece, Casilda?
—A mí me parece
lo que veo y siento. La estafa imponente y maloliente que conduce con odio y
siempre quiere más. La Kakoncha que nos hunde.
—¿A vos te
parece Casilda?
—Pero decime,
¿Vos sos K?
—Sí y a mucha
honra.-Dijo a Casilda-.
—No digas pelotudeces,
están matando a los viejos y a los niños, les roban la dignidad, viven de la
caridad ajena y con eso comen. Existe gente bondadosa que sirve a los demás sin
decir nada. La Perra asesina el pensamiento, destroza la escasa cultura que
tenemos.
—¿A vos te
parece, Casilda?
—Siempre fuiste
indiferente. Si es como Atila, donde pasa la innombrable no crece nada. Los
jóvenes de hoy son capaces de aplaudirla y destruir la poca esperanza que
tenemos.
—¿A vos te
parece Casilda?
—Merecés que no
te dirija la palabra, sos tan ignorante como la Perra y te deseo la muerte
junto a las bestias. No te quiero ver más por esta casa ni por la calle, soy
capaz de matarte a mordiscones.
—¿A vos te
parece, Casilda?
—Detesto los
niños ricos que molestan, no así el mugido de las vacas, la mansedumbre
inquieta de las ovejas, los lentos cascos de caballos, las palomas defendiendo
sus nidos, los zumbidos de las abejas. Rajá de acá, me das asco.
—¿A vos te
parece Casilda?
Ramón trabajaba
en los yerbatales de Misiones. El Dueño de aquel lugar, una noche lo invitó a
cenar.
—Estoy muy
contento por su responsabilidad e inteligencia. Voy a faltar tres meses,
preciso viajar a Buenos Aires. Tengo dos hijas, Flor y Luz, necesito que me las
cuide y no les saque los ojos de encima, son buenas pero también hacen
picardías.
Flor y Luz
tiraron una moneda, cara o seca. Para Luz fue una alegría cuando ganó: cara. La
noche de luna llena, Luz entró al cuarto de Ramón. Él estaba dormido, Luz lo
despertó con besos, caricias y penetraciones varias. Quedó embarazada de una
Niña y cuando nació se llamó Ramona.
Antonio el Dueño,
tuvo un hijo con otra Mujer, se mudó a Chubut. Todos sabían la vida de todos.
Una Señora mayor
le preguntó si era su hija a lo que Antonio contestó:
—Ella es mi hija
y mi Mujer. No hay nada mejor, que todo permanezca en familia. Me siento
completo con esta pareja. Ella está esperando otro hijo y pedía que fuera
varón, para que sucediera lo que debiera suceder.
La gente del
Pueblo no los saludaba. Llamaron a la Policía, pero en esos lugares no había.
No quedaba ni Juez de Paz, ni Abogados, ni Fiscales, ni siquiera un Gobernador.
Se veían tan armónicos, tan felices, que el Pueblo entero decidió legalizar el
incesto.
—Mami, ¿puedo
invitar a comer a mi amiguita?
—Claro que sí,
pero no me traigas a comer a todos tus amiguitos. Éste es un caso especial,
somos más amigovios que amigos. ¿Sabés lo que le pasó en la Escuela? Tenía el
guardapolvo con manchas de sangre atrás. La llamó a la Directora y dijo:
"¡Ya sos señorita, te felicito.” Ponete estos paños, por ahora.
—¿Cómo, niño
lindo y bueno?, es chica todavía para esos menesteres…
—Bien, Mami, vos
sabés mucho porque tenés diez años más que Papi. A mi amiguita le vino la
menestruación y tiene las tetitas más grandes que vos. Lo que pasa es que se
las venda, para que no se noten. Tiene vergüenza. Me dijo que le gustaría que
hiciéramos algo juntos, además de los deberes. Tuve que contarle, todavía no me
desarrollé. A propósito, cuando tendés mi cama, ¿nunca encontraste mojaduras
raras?, no de pis, si no de lo otro.
—Qué es lo otro?
—Vamos, no te
haga la boluda, como dice Papá cuando vos no estás.
—Para tu alegría
ya van tres veces que encuentro tus sábanas mojadas, bah, en realidad todos los
días. ¿Y por qué tanto apuro?
—Porque mi
amiguita dijo que me apure, así estamos en la misma situación y podemos
hacerlo.
—¿Hacer qué?
—Lo que hacen
vos y Papi cada quince días, a mí me gustaría hacerlo aunque sea cuando sus
Padres no estén. También puedo entrar por la ventana, su habitación está
cerrada con llave, a ella le gusta así, para que nadie la moleste. Ayer me
invitó, pero cada vez que la quiero tocar, grita como una rata. Después me
dijo: “Esto que vamos a hacer es pecado. Tenemos que esperar a casarnos.”
—Niño lindo y
bueno, ¿qué le contestaste?
—Que tenía
razón, pero que faltaba tanto para casarnos, que podríamos ir practicando.
—Por favor,
nene, usá forro.
—No lo necesito,
ella tiene un montón.