Suelo mirar
todas las mesas del Café y si encuentro alguien que lee “Cartas Secretas de
Witold Gombrowicz”, me acerco. Dijo un chico que lo podía comprar en cualquier
Librería.
—Si no te lo
presto.
—Jamás prestes
un libro, porque nadie te lo devolverá. Es algo empírico.
Tuvo la
gentileza de mostrar algunas fotos, donde vivió Gombrowicz, o sentado en un
Café rodeado de seudo intelectuales. Él dijo que lo aburrían y se fue.
Estuvo viviendo
aquí unos años, odiaba Tandil. Le agradecí y volví a mi mesa, ocupada por ese
Señor que dice:
—Soy tu esposo,
explicá tu comportamiento, yo esperando como un boludo, mientras vos charlabas
con un chico.
Le pedí
disculpas.
—¿Viste cómo se
ha dejado la lectura? La consecuencia es que se pierde lenguaje, el interés por
pensar.
—Una buena
conclusión, chapeau, pero no te habilita a dejarme solo.
Yo pasé por la
Librería y lo tenían a trescientos pesos. Lo compré. Él me esperaba afuera y le
indignó el precio. Todos los precios lo indignaban.
Encontré otra
Señora leyendo y en la tapa estaba el nombre “Harry Potter”. Dijo con orgullo:
—Lo leo en
inglés.
—Qué pérdida de
tiempo.
—Es para llevar
a mis nietos.
—¿Por qué no les
lee “El Principito”? Existe otra posibilidad, “Mafalda”, por lo menos éstos no
los asustan. Harry Potter les da vuelta la cabeza, mal.
Regresé a mi
mesa, él estaba esperando y esta vez no protestó. Lo miré a través del espejo.
Fui a pagar a la Caja y lo pasé a buscar.
De pie y
rápidamente llegó a la vereda. Llegó solo, no sé cómo lo logró.
—¿Y, qué tal?
Era nuestro
saludo doméstico, al que nunca respondió.
Por si se
perdía, tenía un GPS incorporado en su memoria. Nunca lo dejaba solo.
El accidente dejó
secuelas irreversibles. Era mejor cruzar una Avenida con él, antes de hacerlo
sola. Tenía un arma blanca, él la llamaba así. Un bastón blanco, todos nos
dejaban pasar.
El resto parece
un chiste viejo. Vivimos en un departamento que está en el noveno B.

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