viernes, 26 de junio de 2015

SIN PAN, SIN TODO

      -Traje la mitad de verdura que acostumbro. No me alcanzó la guita. Te lo juro. Cualquier banana pasada cuesta como un pulóver de angora, traído de Angora-.
Él tomaba mate y leía el diario. Sin mirarla –sentáte alguna vez y leé el diario, así entendés y no te preocupás más por los tomates, los precios se duplican, triplican, cuadriplican y no sigo porque me cansa.
      Qué tipo éste, los diarios son como las revistas Boba y se publican para que la gente, tenga con qué limpiarse el trasero.
      El marido, con gestos leoninos, dijo que esperaba que se fueran los que roban, los que dicen que vivimos fenómeno gracias a ellos, los chorros de nuestros ingresos. Tengamos esperanza, que en el lenguaje actual significa  esperá sentado.
      Cuando lo escucho mientras pelo cebollas, aprovecho para llorar y me retrotraigo a nuestros primeros años de casados, me llevaba el desayuno a la cama, nos dábamos besitos y decía él, “contigo pan y cebolla”.
      No le pagan la indemnización por despido y la plata de la venta del auto no la vimos nunca. Nos hartamos de comer pan y cebolla. Igual se terminó hasta eso. Nos acostamos abrazados cucharita, le propuse una noche de luna de miel.

      Fue sincero, dijo a mi oído que toda esta horfandad le producía estrés fálico. –Si querés hay miel en la cocina y luna en el jardín-, dijo. El tarro de miel estaba vacío. Mientras le pasaba la lengua al tarro, afuera llovía, luna no había.

EL EFEBIESCO

      Me molesta que por estar unos días juntos, se sientan con derecho a preguntar mi nombre, mi apellido, qué tareas desempeño, hacia dónde me dirijo. Parecen del f.b.i. y visten como ellos, igual que en las películas. Pasé por algo terrible, fui al baño de a bordo y entraron los efebiescos.
      Me violaron y no dije nada. Uno de los efebiescos  resultó ser un amante excelente, tanto tiempo encerrados, un record. Su compañero desapareció entre el gentío. El mío se quedó en postura de descanso, cuando vio a su compañero, armaron una escena de pugilato, donde ambos, ya cadáveres, flotaban en la pileta con sobretodo y sombrero.
      Viajé el resto del tiempo con náuseas, tan persistentes que nadie se acercó más.
       Me hice un test de embarazo y dio positivo. Todos se pusieron contentos en el barco por la buena nueva. Nadie pensó en mí, ni siquiera el efebiesco. Pedí una entrevista con el Capitán, le conté todo como a un sacerdote se le acude en desesperación. Con la pipa apagada en la mano dijo que tenía dos opciones: legrado o lo que yo quisiera.
      Al llegar al puerto el Capitán dejó a un subalterno y me llevó hasta la granja. Le gustó tanto que preguntó si podía pasar a saludarme el año que viene.

      Ahora me hamaco en el jardín y tengo la panza en mis manos, veo en el horizonte un tipo con uniforme blanco y gorra marina. Tuve dos opciones: espejismo o Capitán, ganó la segunda.       

¿QUIÉN SON?

      Cesáreo era peón de campo, huérfano y casi no había escuchado voces humanas.
      Sus parientes más cercanos eran sus dos perros. Parece que venía gente de Buenos Aires y necesitaban la casa limpia y el césped prolijo. Hacía veinte años que nadie visitaba el lugar.
       Igual, Cesáreo, dejaba la casa como en espejos y el jardín florido rodeaba un predio de césped inglés, que siguió siendo inglés.
       Cesáreo se puso el traje del último mayordomo.
       Arribó un auto largo y negro, descendieron dos personas, con trajes oscuros y unas valijitas chatitas negras.
        Cesáreo les mató el punto a todos, camisa a rayitas blanco y negro, un moño de charol y un jaquet raído.
        Parecía invisible, nadie lo miraba, se trasladaban por la casa de a dos o tres. Él estaba asombrado de las valijitas abiertas echando luces sobre las caras de los asistentes. Incansables con su trabajo, para resistir tomaban sobrecitos de azúcar molida. Le pidieron a Cesáreo, una pajita de la cocina. No encontró, les llevó la bombilla del mate, la pava caliente y la yerba. Vio cómo el más gordo desenroscaba la punta de la bombilla, se la metió en la nariz y tragó aire. Cesáreo escuchó con su tísico oído de campo: - Lo llevamos a éste, nadie lo conoce, no tiene familia, dos perros, que por suerte no hablan. Lo dormimos, tengo lo necesario. Bueno nos vemos mañana-.
      Cesáreo se preparó de inmediato, cuando se apagó la última luz, reptó hasta el auto largo, quitó el combustible desde abajo. Con una manguera llenó un bidón y lo hizo llover a lo largo del auto negro. Cesáreo prendió la mecha y rodó sobre sí mismo por un barranco.
     A la explosión le siguieron otros explosivos que llevaban dentro del auto, los raros.

     Luego del humo no quedó ni la gente ni la casa. Don Cesáreo heredó el campo, de tres leguas de lado. No se asombró, se puso el mameluco de trabajo. Las valijitas negras fueron lo único intacto y Cesáreo las mató con una viga de mármol. Sangraban negro.

sábado, 6 de junio de 2015

LA ROSITA

      Estrella se levanta a las cuatro y se duerme a las veintidós, ella es tambera desde casi niña, hasta sus cuarenta años. Yo, esa mañana, apurada por cobrar, pagar, desesperar. Hice la clásica cola: estilo campo de concentración. Cae de la nada a mi lado, una mujer joven que cuando sonreía le faltaba un incisivo, pero su rostro irradiaba sol y le brillaban los ojos como el día más feliz en la vida de alguien. -¡Ay señora, no sabe lo que me pasó anoche!
      –Me sobresaltó que hablara, pero quise saber, no sólo por gentileza-.
      La noche que escuchó ruidos en el techo, no estaban ni su marido ni los chicos. Subió por una escalera tembleque y no había nada. Cuando volvió a cerrar sus ojos, los mugidos partían el aire. Llamó a la familia porque la Rosita estaba por parir. Siguieron durmiendo y no hubo modo ni mano que la ayudara.
      Los hombres habían trabajado casi catorce horas.
      Se trasladó hasta el pastito seco que Estrella preparó para la parición de la Rosita, decía: -Primero salió el primero, ayudé, como lo vi hacer al patrón, después salió el segundo. Me quedé horas esperando la placenta. No salía y no salió, porque a un tercer ternerito faltaba nacer. El pobre cargó con los pesos de sus hermanos y quedó con una pata rara y una especie de giba camellera.

       La historia me interesaba más que cobrar, pagar y viajar en escritorio la mañana. Cuando Estrella me mostraba las fotos de la parición, desde el celular colgando de su trenza, parecía mostrar el mundo. Tenía que ir a verlos, dijo que no podía pagar el Banco, por eso fue a avisar. Pero la chata la esperaba. Volvía a cuidar su nueva familia y a charlar un rato con la Rosita, para tranquilizarla por lo del más chico y preguntarle si el parto le dolió mucho.