viernes, 26 de junio de 2015

¿QUIÉN SON?

      Cesáreo era peón de campo, huérfano y casi no había escuchado voces humanas.
      Sus parientes más cercanos eran sus dos perros. Parece que venía gente de Buenos Aires y necesitaban la casa limpia y el césped prolijo. Hacía veinte años que nadie visitaba el lugar.
       Igual, Cesáreo, dejaba la casa como en espejos y el jardín florido rodeaba un predio de césped inglés, que siguió siendo inglés.
       Cesáreo se puso el traje del último mayordomo.
       Arribó un auto largo y negro, descendieron dos personas, con trajes oscuros y unas valijitas chatitas negras.
        Cesáreo les mató el punto a todos, camisa a rayitas blanco y negro, un moño de charol y un jaquet raído.
        Parecía invisible, nadie lo miraba, se trasladaban por la casa de a dos o tres. Él estaba asombrado de las valijitas abiertas echando luces sobre las caras de los asistentes. Incansables con su trabajo, para resistir tomaban sobrecitos de azúcar molida. Le pidieron a Cesáreo, una pajita de la cocina. No encontró, les llevó la bombilla del mate, la pava caliente y la yerba. Vio cómo el más gordo desenroscaba la punta de la bombilla, se la metió en la nariz y tragó aire. Cesáreo escuchó con su tísico oído de campo: - Lo llevamos a éste, nadie lo conoce, no tiene familia, dos perros, que por suerte no hablan. Lo dormimos, tengo lo necesario. Bueno nos vemos mañana-.
      Cesáreo se preparó de inmediato, cuando se apagó la última luz, reptó hasta el auto largo, quitó el combustible desde abajo. Con una manguera llenó un bidón y lo hizo llover a lo largo del auto negro. Cesáreo prendió la mecha y rodó sobre sí mismo por un barranco.
     A la explosión le siguieron otros explosivos que llevaban dentro del auto, los raros.

     Luego del humo no quedó ni la gente ni la casa. Don Cesáreo heredó el campo, de tres leguas de lado. No se asombró, se puso el mameluco de trabajo. Las valijitas negras fueron lo único intacto y Cesáreo las mató con una viga de mármol. Sangraban negro.

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