Cesáreo era peón de campo, huérfano y
casi no había escuchado voces humanas.
Sus parientes más cercanos eran sus dos
perros. Parece que venía gente de Buenos Aires y necesitaban la casa limpia y
el césped prolijo. Hacía veinte años que nadie visitaba el lugar.
Igual, Cesáreo, dejaba la casa como en
espejos y el jardín florido rodeaba un predio de césped inglés, que siguió
siendo inglés.
Cesáreo se puso el traje del último
mayordomo.
Arribó un auto largo y negro,
descendieron dos personas, con trajes oscuros y unas valijitas chatitas negras.
Cesáreo les mató el punto a todos,
camisa a rayitas blanco y negro, un moño de charol y un jaquet raído.
Parecía invisible, nadie lo miraba, se
trasladaban por la casa de a dos o tres. Él estaba asombrado de las valijitas
abiertas echando luces sobre las caras de los asistentes. Incansables con su
trabajo, para resistir tomaban sobrecitos de azúcar molida. Le pidieron a Cesáreo,
una pajita de la cocina. No encontró, les llevó la bombilla del mate, la pava
caliente y la yerba. Vio cómo el más gordo desenroscaba la punta de la
bombilla, se la metió en la nariz y tragó aire. Cesáreo escuchó con su tísico
oído de campo: - Lo llevamos a éste, nadie lo conoce, no tiene familia, dos
perros, que por suerte no hablan. Lo dormimos, tengo lo necesario. Bueno nos
vemos mañana-.
Cesáreo se preparó de inmediato, cuando
se apagó la última luz, reptó hasta el auto largo, quitó el combustible desde
abajo. Con una manguera llenó un bidón y lo hizo llover a lo largo del auto
negro. Cesáreo prendió la mecha y rodó sobre sí mismo por un barranco.
A la explosión le siguieron otros
explosivos que llevaban dentro del auto, los raros.
Luego del humo no quedó ni la gente ni la
casa. Don Cesáreo heredó el campo, de tres leguas de lado. No se asombró, se
puso el mameluco de trabajo. Las valijitas negras fueron lo único intacto y
Cesáreo las mató con una viga de mármol. Sangraban negro.

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