domingo, 6 de octubre de 2013

SIESTA

Nacimos con tres minutos de diferencia. Mamá pensó que no soportaría el desatino. Ante los hechos consumados tuvo que aceptarnos. – ¡Hijas de Satanás!- decía. Llegamos a pensar que papá no era nuestro padre, sino Satanás. De él heredamos la piel de Judas, por aquellos de: -¡Son la piel de Judas!- otro mantra de Mami.

      La que ligaba los mejores regalos era nuestra hermana mayor, vanidoestúpida, obediente genuflexa y buchona. Un día faltamos a la tortura de la escuela, abrimos el oso predilecto de la preferida largo a largo y distribuimos las vísceras en su cama.

      Dijo Mami: - Voy al centro a comprar lo imprescindible.- Señaló el San Roque, una estatua de marfil que castigaba niñas, si eran malas. Hartas del San Roque y sus amenazas decidimos ajusticiarlo. Lo arrojamos al inodoro, apretamos el botón una y otra vez. San Roque no se iba. Justo volvió Mamá, nos escondimos bajo la mesa. Tenía náuseas debido a su nuevo embarazo. Entró al baño y vomitó sobre San Roque. Escuchamos ruegos de perdón encomendando su alma a Dios. Nos encontró enseguida y tomando nuestras trenzas nos trasladó al lugar del hecho. Desde el fondo San Roque miraba, con esa cara de nada que tienen los santos.


      La siesta era obligatoria como en todo pueblo que se precie. Nosotras, cuando escuchamos los ronquidos en do sostenido de Papá y las abejas silbadoras de Mamá, nos levantamos descalzas y salimos por la ventana, única abertura sin ruido. Montamos los caballos, regalos de mi padre y generosos como él. Cuando el sol partía la tierra galopamos la veinticinco, cortando el aire y dejando atrás un mundo dormido de casas diluidas en polvo. Seguimos a campo traviesa hasta encontrar a nuestros novios gemelos, Toribio y Ángel. Nos saludamos con besos equivocados, eran tan iguales que daba igual. Ése día apenas hablaron, tenían un brillo diferente en sus ojos. Hacía calor, tuvieron la gentileza de convidar bebidas heladas. Un baño en el arroyo como siempre. Ellos miraban desde la orilla con risas inquietas. Salimos desmayadas y caímos en pajonales mullidos. El sueño llegó. No sabemos cuánto tiempo. Los caballos esperaban mansos. Llamamos a los chicos, nadie respondió, desaparecieron. Seguimos cansados, el sol implacable, no teníamos fuerzas ni para montar los caballos. Caminamos sin hablar, cuando tocamos el asfalto de la veinticinco, gotitas de sangre corrían por nuestras piernas.