Nacimos
con tres minutos de diferencia. Mamá pensó que no soportaría el desatino. Ante
los hechos consumados tuvo que aceptarnos. – ¡Hijas de Satanás!- decía.
Llegamos a pensar que papá no era nuestro padre, sino Satanás. De él heredamos
la piel de Judas, por aquellos de: -¡Son la piel de Judas!- otro mantra de
Mami.
La que ligaba los mejores regalos era
nuestra hermana mayor, vanidoestúpida, obediente genuflexa y buchona. Un día
faltamos a la tortura de la escuela, abrimos el oso predilecto de la preferida
largo a largo y distribuimos las vísceras en su cama.
Dijo Mami: - Voy al centro a comprar lo
imprescindible.- Señaló el San Roque, una estatua de marfil que castigaba
niñas, si eran malas. Hartas del San Roque y sus amenazas decidimos
ajusticiarlo. Lo arrojamos al inodoro, apretamos el botón una y otra vez. San
Roque no se iba. Justo volvió Mamá, nos escondimos bajo la mesa. Tenía náuseas
debido a su nuevo embarazo. Entró al baño y vomitó sobre San Roque. Escuchamos
ruegos de perdón encomendando su alma a Dios. Nos encontró enseguida y tomando
nuestras trenzas nos trasladó al lugar del hecho. Desde el fondo San Roque
miraba, con esa cara de nada que tienen los santos.
La siesta era obligatoria como en todo
pueblo que se precie. Nosotras, cuando escuchamos los ronquidos en do sostenido
de Papá y las abejas silbadoras de Mamá, nos levantamos descalzas y salimos por
la ventana, única abertura sin ruido. Montamos los caballos, regalos de mi padre
y generosos como él. Cuando el sol partía la tierra galopamos la veinticinco,
cortando el aire y dejando atrás un mundo dormido de casas diluidas en polvo.
Seguimos a campo traviesa hasta encontrar a nuestros novios gemelos, Toribio y
Ángel. Nos saludamos con besos equivocados, eran tan iguales que daba igual.
Ése día apenas hablaron, tenían un brillo diferente en sus ojos. Hacía calor,
tuvieron la gentileza de convidar bebidas heladas. Un baño en el arroyo como
siempre. Ellos miraban desde la orilla con risas inquietas. Salimos desmayadas
y caímos en pajonales mullidos. El sueño llegó. No sabemos cuánto tiempo. Los
caballos esperaban mansos. Llamamos a los chicos, nadie respondió,
desaparecieron. Seguimos cansados, el sol implacable, no teníamos fuerzas ni
para montar los caballos. Caminamos sin hablar, cuando tocamos el asfalto de la
veinticinco, gotitas de sangre corrían por nuestras piernas.