La Srta. del Jardín de Infantes preguntó quién
quería más a Evita y Perón, todas mis compañeritas levantaron la mano, yo no. La Srta. preguntó porqué no
hacía yo como las demás. Contesté que mi Mamá y mi Papá no me dejaban decir
malas palabras. La Sra.
Directora mandó llamar a mis padres. Les informó que debían
cambiarme de escuela. Eran órdenes de la Inspectora. Fui
a una escuela de Hermanas por dos años, allí también las niñas decían esas
malas palabras y eso que Diosito vivía allí mismo. Mi padre trabajaba y
estudiaba. Cuando Evita murió, él no usó brazal negro y lo dejaron cesante.
Mamá era profesora en un colegio nocturno y tenía la obligación de informar a
sus alumnos que debían afiliarse a la UES.
Luego se contradijo y agregó que si no lo hacían, sería mejor
para todos. Mami decía lo que pensaba, no fue el momento oportuno. Un alumno la
denunció y ella también quedó sin trabajo. Viajábamos a Buenos Aires porque mi
abuela nos sostuvo económicamente en esos momentos aciagos. Debíamos tomar
subte para llegar a su casa. Bajando la escalera mecánica yo cantaba: -¡Perón
Perón qué grande sos! Mientras revoleaba mi muñeca preferida. Mis viejos me
zamarreaban para que callara, mientras yo les explicaba que por no ser
peronistas el final de la escalera mecánica nos tragaría y nos convertiríamos
en tallarines.
Cuando Perón cayó mucha gente festejaba.
Aún sus simpatizantes, en una especie de amnesia, tiraban abajo todas las
estatuas de Evita que inundaban Escuelas y Ministerios. Una especie de horda
sin freno destruía a su paso retratos y banderas con escudos peronistas. Tales
excesos hicieron llorar a mi madre, mientras explicaba que aquello era un
agravio innecesario. Justo personas que hablaban de lealtad al tirano. En el
Colegio nos hacían recortar papel glasé
para tapar las imágenes de Eva y Perón que tenían los libros de lectura.
Las de Evita yo no las tapaba porque me parecía buena y porque había sufrido
mucho antes de morir. La Hermana Superiora
me expulsó del Colegio. Mis viejos, que recuperaron sus respectivos trabajos,
se indignaron e increparon a la
Superiora por no permitir que yo eligiera. Mamá, roja de ira,
le sugirió que se confesara y comulgara. Y le auguró que Dios no la perdonaría.
Ambos consideraban que las personas eran tan fachistas como los que habían
caído.
Papá puso una foto de Lonardi en su
escritorio y yo puse una de Evita en el mío. Estuve en penitencia tres días.
Igual la pasé bárbaro, tenía como veinte revistas de La Pequeña Lulú que me había
regalado mi Abuela y me las leí todas ¡Ja!