lunes, 17 de septiembre de 2012

CONVOCATORIA A LA BARBARIE



      La Srta. del Jardín de Infantes preguntó quién quería más a Evita y Perón, todas mis compañeritas levantaron la mano, yo no. La Srta. preguntó porqué no hacía yo como las demás. Contesté que mi Mamá y mi Papá no me dejaban decir malas palabras. La Sra. Directora mandó llamar a mis padres. Les informó que debían cambiarme de escuela. Eran órdenes de la Inspectora. Fui a una escuela de Hermanas por dos años, allí también las niñas decían esas malas palabras y eso que Diosito vivía allí mismo. Mi padre trabajaba y estudiaba. Cuando Evita murió, él no usó brazal negro y lo dejaron cesante. Mamá era profesora en un colegio nocturno y tenía la obligación de informar a sus alumnos que debían afiliarse a la UES. Luego se contradijo y agregó que si no lo hacían, sería mejor para todos. Mami decía lo que pensaba, no fue el momento oportuno. Un alumno la denunció y ella también quedó sin trabajo. Viajábamos a Buenos Aires porque mi abuela nos sostuvo económicamente en esos momentos aciagos. Debíamos tomar subte para llegar a su casa. Bajando la escalera mecánica yo cantaba: -¡Perón Perón qué grande sos! Mientras revoleaba mi muñeca preferida. Mis viejos me zamarreaban para que callara, mientras yo les explicaba que por no ser peronistas el final de la escalera mecánica nos tragaría y nos convertiríamos en tallarines.

      Cuando Perón cayó mucha gente festejaba. Aún sus simpatizantes, en una especie de amnesia, tiraban abajo todas las estatuas de Evita que inundaban Escuelas y Ministerios. Una especie de horda sin freno destruía a su paso retratos y banderas con escudos peronistas. Tales excesos hicieron llorar a mi madre, mientras explicaba que aquello era un agravio innecesario. Justo personas que hablaban de lealtad al tirano. En el Colegio nos hacían recortar papel glasé  para tapar las imágenes de Eva y Perón que tenían los libros de lectura. Las de Evita yo no las tapaba porque me parecía buena y porque había sufrido mucho antes de morir. La Hermana Superiora me expulsó del Colegio. Mis viejos, que recuperaron sus respectivos trabajos, se indignaron e increparon a la Superiora por no permitir que yo eligiera. Mamá, roja de ira, le sugirió que se confesara y comulgara. Y le auguró que Dios no la perdonaría. Ambos consideraban que las personas eran tan fachistas como los que habían caído.

      Papá puso una foto de Lonardi en su escritorio y yo puse una de Evita en el mío. Estuve en penitencia tres días. Igual la pasé bárbaro, tenía como veinte revistas de La Pequeña Lulú que me había regalado mi Abuela y me las leí todas ¡Ja!