Nos sentábamos en el umbral de la
esquina. Antes que apareciera se escuchaban los pasos del Sr. Engañabaldosa.
Una pierna era normal, pero la otra, a cada paso, engañaba a una baldosa.
Revoleaba esa pierna y caía con ruido similar al tropiezo, nunca se cayó. Ni
cuando llevamos un palo de escoba para su caída, crueldad de niños. Saludó,
tocando el ala de su viejo Panamá y engañó al palo.
Pasaron varios días, al Sr. Engañabaldosa
no se lo veía pasar, ni entrar o salir de su vieja casa. Nos enteramos por los
gatos, que morían de hambre y los perros, que ladraban sin interrupción. Un
vecino llamó a la poli. El Sr. Engañabaldosa murió en su cama, con el televisor
prendido. Le faltaba algo al cuerpo. A su lado, en el piso, dormía su pierna
ortopédica. Por eso el sr. Egaña tenía cara de dolor cuando engañaba las
baldosas.
La ceremonia de sentarnos en el umbral de
la esquina siguió. La inercia de la costumbre. Nos puso tristes la ausencia del
Sr. Egaña. Sus pasos tric-traca. No se habló nunca de aquel personaje. Las
únicas contentas fueron las baldosas estafadas.
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