Charo fue la primera persona que conocí
cuando entré a la facultad. La recuerdo en la puerta del taller, con un vestido
azul marino del tono de sus ojos y un collar de piedras turquesas, mínimas, que
se enrollaban en un pelo largo color trigo. Nos hicimos amigas entrañables.
Era plena época de vaqueros, zapatillas
sucias, amor y paz. Casarse se consideraba una claudicación imperdonable.
Tuvimos un ayudante antipático que moría
por Charo y siguió muriendo hasta que nos recibimos. Se notaba una mirada
derrotada cuando ella lo saludó por última vez. Me dio piedad el pobre tipo y
la alenté para que le diera bolilla. Sonreía con un dejo perverso cuando
descubría que el tipo desfallecía ante su cuerpo exultante.
Mientras yo noviaba a diestra y
siniestra, Charo no quería saber nada con nadie. Nunca entendí su carencia de
libido, que contrastaba con una seducción permanente hacia todos sus
potenciales candidatos.
Seguimos nuestra amistad ancha y lujosa,
como ella decía. Durante la dictadura militar nuestros respectivos padres, con
muy buen tino, nos expatriaron. Charo vivía en Italia y yo en Venezuela.
Mientras desaparecían amigos, profesores, parientes, nos escribíamos cartas
dueladas de lágrimas y odio. Treinta mil, grabados para siempre en la memoria
colectiva, claro, cuando había memoria y colectivos.
Ninguna de nosotras quiso retornar a
Argentina, más aun cuando el punto final, obediencia debida que mandaron a un
inmenso pozo de olvido. Nos encontramos en Brasil. En el aeropuerto, durante la
espera, el corazón me latía tan fuerte que la gente se preguntaba de dónde
venía ese sonido.
Yo estaba con mi compañero de toda la
vida que trataba de contener mi ansiedad ansiosa.
No cesó hasta que la vi, Charo con
alguien que la llevaba del hombro: el ayudante antipático que moría por Charo.

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