jueves, 6 de agosto de 2015

CASI HERMANAS

      Charo fue la primera persona que conocí cuando entré a la facultad. La recuerdo en la puerta del taller, con un vestido azul marino del tono de sus ojos y un collar de piedras turquesas, mínimas, que se enrollaban en un pelo largo color trigo. Nos hicimos amigas entrañables.
      Era plena época de vaqueros, zapatillas sucias, amor y paz. Casarse se consideraba una claudicación imperdonable.
      Tuvimos un ayudante antipático que moría por Charo y siguió muriendo hasta que nos recibimos. Se notaba una mirada derrotada cuando ella lo saludó por última vez. Me dio piedad el pobre tipo y la alenté para que le diera bolilla. Sonreía con un dejo perverso cuando descubría que el tipo desfallecía ante su cuerpo exultante.
      Mientras yo noviaba a diestra y siniestra, Charo no quería saber nada con nadie. Nunca entendí su carencia de libido, que contrastaba con una seducción permanente hacia todos sus potenciales candidatos.
       Seguimos nuestra amistad ancha y lujosa, como ella decía. Durante la dictadura militar nuestros respectivos padres, con muy buen tino, nos expatriaron. Charo vivía en Italia y yo en Venezuela. Mientras desaparecían amigos, profesores, parientes, nos escribíamos cartas dueladas de lágrimas y odio. Treinta mil, grabados para siempre en la memoria colectiva, claro, cuando había memoria y colectivos.
      Ninguna de nosotras quiso retornar a Argentina, más aun cuando el punto final, obediencia debida que mandaron a un inmenso pozo de olvido. Nos encontramos en Brasil. En el aeropuerto, durante la espera, el corazón me latía tan fuerte que la gente se preguntaba de dónde venía ese sonido.
      Yo estaba con mi compañero de toda la vida que trataba de contener mi ansiedad ansiosa.

       No cesó hasta que la vi, Charo con alguien que la llevaba del hombro: el ayudante antipático que moría por Charo.

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