—Señorita, se lo
manda el pastelero de la esquina.
Juan le
entregaba el obsequio y se retiraba con una reverencia estilo Siglo XVIII. Ella
arrojaba los obsequios pasteleros a la basura.
Pensaba en el
mandadero y sus modales aristocráticos. De los ojos, no podría describirlos,
los tenía en los suyos, desde la primera vez.
Quería disimular
su entusiasmo y en oportunidades no atendía los timbres sincopados, del chico
de su vida. Cuando pasaron algunos días sin obsequios pasteleros, encargó “Cubanitos
de dulce de leche a la Batista” y que si Juan pudiese, se los alcanzara.
Llegaron al instante los cubanitos, tibios rebasados de dulce de leche. —¡Qué
alegría Juan, volver a verte!
Lo abrazó como a
un más que amigo, —Sé que no viniste antes porque te daba vergüenza amarme
tanto. Mirá, para no perder nuestro tiempo vamos al primer acercamiento. Yo me
pongo medio cubanito en la boca y vos mordés lo que resta.
—Me gusta la
idea, un beso dulce y crocante. Yo no la quiero ofender Srta, pero no la amo.
Ella le miró los
ojos, concordaban con lo que dijo Juan. —Me despreciaste y me ofendiste, llegó
el momento de mi resarcimiento. Pensá que me pierdo el último capítulo del
teleteatro que sigo.
—Si Ud quiere se
lo cuento, es una repetición del año pasado.
Ella, con
sonrisa cerdónica —Juan ¿Y si lo interpretamos como si fuéramos él y ella? El
final, nada más.
Juan se acercó y
la abrazaba lleno de dulce de leche, ella le respondía con besos eternos. No
pudieron separarse, el dulce se endureció y quedaron pegados. Juan se enamoró
repentino
—Ahora te puedo tutear y twitear, al final del teleteatro le faltaría
algo que es cuando ellos…cuando ellos…
—¡Cuánta
ingenuidad, Juancito! Cuando ellos hacen el amor, nosotros parodiamos esa
parte, somos otros, hacé de cuenta que estoy buenísima y yo haré de cuenta que
vos también.
Juan puso cara
de pensar.
—Hagámoslo pronto,
porque estos son capaces de cortar la programación y dejarnos sin guión. 
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