Jan era un negro
con rastas. Mi hija, Cielo, remontó con él y conoció el mundo. Tuvieron ocho
hijos, eligieron nombres naturales, Luna, Nube, Sol, Estrella, Lantana, Romero,
Ficus y Pino.
No es casual,
ella es astrónoma y Jan tiene un vivero. Dejaron los ocho a mi cargo por tres
meses.
Iban a celebrar
una luna de miel, con ella de tres meses, para festejar el advenimiento del
noveno. Ni bien estuvimos solos se largaron por puertas y ventanas gritando al
mando de Pino, el menor. Los llamé a comer con dos cencerros, vinieron al
galope como animales y gritaban en distintos idiomas. Dejé que comieran con las
manos, con los pies y con la lengua.
Fui a la cocina
y llevé cinta de embalar al comedor —Los que terminaron, a lavarse los dientes
y se ubican allí.
Puse cinta de
embalar en la boca de los ocho, les até las manos para que no quitaran las
cintas. Los mandé a dormir y me acosté en un sofá de abajo. Amanecí embalado
hasta el cuello. Me daban de comer en la boca y la cubrían con cinta hasta el
día siguiente. El maldito de Romero me hizo pis en la cabeza.
Cuando los
padres volvieron, antes de lo previsto ¡Una bendición!
Preguntó mi hija
por qué estaba tan flaco y algo lastimado en la cara.
—Atender a tus
hijos me hizo bajar 25 kilos, pero son buenos, buenos chicos.
Yo pensé en
ellos como una tribu antropófaga. Se fueron enseguida, Jan no me soportaba y yo
tampoco a él, subieron a un camión de guerra, los bastardos gritaban más que
nunca. No me despedí de ninguno, ni me di vuelta cuando se fueron.
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