No sabía si fue su relación más amada. El
tiempo trajo otras con ángulos encantadores, diferentes, amables u odiosos. No
es fácil recordar lo sucedido treinta o cuarenta años atrás, son madejas que se
enredan, los sueños colaboran con los nudos, auxilian pero no desentrañan.
Hace tres días ella mandó un mail
proponiendo un encuentro en un bar de Buenos Aires, tan derruido como sus
antiguas miradas diarias bajo distintas luces, en mesas separadas. Él jugaba al
ajedrez, ella leía. Cruzaban sus ojos cada día con más intensidad, pero siempre
esquivos, había puentes difíciles de cruzar. Cuando ella se levantaba él
entornaba el mirar en sus caderas, con más fuego que vergüenza y ella sentía su
calor incrustado, hasta el amanecer. Había días opuestos, él escuchaba arpegios
de ojos húmedos y guardaba sus ganas por miedo a perder esos cables
inexistentes, que los dos disfrutaban en lejanos silencios de algún día.
Él no pudo ocultar el desafío, la vejez
de ella inundada de pliegues desconocidos, ojos opacos, pelo blanco, cuerpo
enjuto, andar cansino.
Un beso que apenas rozó sus mejillas.
Ella no ocultaba, aceptaba. Tenía un hablar joven, preguntas oportunas,
reflexiones esperanzadas y confesiones, tributos a lo vivido de una memoria
repartida entre corazón y cuerpo.
Un cuello blanco prístino y antiguo
bailaba en su garganta, donde él reposó sus ojos, tomó cuenta de lo que sabía
sin saber.
Ella fue la más amada, lamentó aquel
olvido.
Olas altas y oscuras cubrieron el nudo de
luz que le tomó las manos con la dulzura de aquel amor furtivo.

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