—¿Ya cerrás el
kiosco? ¿Viene el gordo?
Lo vio parado,
con los brazos que le colgaban y las llaves resbalando de los dedos. Igual que
siempre, flaco, con anteojos negros, en la parada del micro.
—Cerré porque me
avisaron que se murió mi hermano, tengo que ir, me dijeron.
Rafa tuvo un
vahído, el sol, la respuesta, lo abrazó y el flaco nada, liso, serio. Paró el
micro y subieron juntos. No soportaba aquel silencio desconectado:
—¿En serio
murió? ¿Yayo, el más grande?
El paisaje
pasaba, sólo andaba. El flaco ausente y ciego, escuchaba preguntas
entrecortadas, absurdas:
—¿Y de qué? ¿Qué
le pasó?
Lo miró y pensó
que Yayo tenía razón: Rafa era boludo.
—Murió de
accidente, eso me dijeron, en Brasil, en la curva de no sé dónde mierda, había
dos chicos más de La Plata y no sé más nada.
Se sentaron
juntos, el micro estaba vacío, el chofer miraba por el espejo pensando qué
lindo ser joven un domingo como éste, esos dos ahí sentados, con el tiempo
libre por delante, cuando Rafa inquirió:
—¿Los otros
también murieron?
El flaco casi
vomita y se largó del micro en Plaza Italia. Le dijo:
—Vos quedáte,
loco.
Rafa siguió en el micro, sin entender, nada diferente, él nunca entendía. El flaco caminó la sombra del ombú, los pinos y se sentó en un banco. Dos cuadras y su casa. Qué importaba. Ahora qué importaba.

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