Mi querido Dr. Psi Boured:
No me atreví
cuando hacíamos análisis cara a cara. Tampoco el diván me parecía apropiado
para decirle cuán agradecida estoy por su contención, cuando aparecí en aquel
estado. Fui sucia, de cuerpo y de ropa. Me picaba la cabeza, no eran piojos, no
se usaban en aquel entonces, era mugre. Su sentido del humor, tan explícito,
cuando me disculpé por mi aspecto y mal olor. Ud. dijo que no había diferencia
con cualquier paciente de Melchor Romero. Me levantó la autoestima de sentirme
nadie a ser un alguien mugriento, de Melchor Romero.
Era la excusa
perfecta para contar, a un desconocido, mis más íntimos secretos mezquinos. No
podía hacer nada por el bebé de mis entrañas. Sólo amamantarlo y porque lo
depositaban en mi pecho. Pensé en arrojarme por la ventana o dejarlo sólo y
tomar todas las pastillas que Ud. me dio, pero juntas. Una procesión de
familiares y amigos visitaban mi locura, le hacían ajó… ajó… al bebé. Luego
huyeron de uno en uno, despavoridos. Ud. me quiso ver, ni bien le resumí que
hacerme cargo de esa personita, me daba vértigo, náuseas y sombras tanáticas,
acosando mi cabeza todo el tiempo.
Aprendí,
aceptando sin premura, que tenía un nuevo amigo, tan pequeño que debía
custodiar su vida, para siempre. Finalmente nos quisimos y nos gustamos, era un
hijo perfecto. Él sabía más de mí que yo de él ¿Recuerda Boured, que me llamaba
todas las noches? Yo pensé que era por afecto, luego me enteré de la
responsabilidad profesional, frente a una suicida, compulsiva, a cargo de un
pequeñín, gustoso de haber nacido.
Pasaron seis
años y todas las semanas teníamos una sesión. Yo me bañaba, me vestía y pintada
como una puerta, aparecía en su consultorio. Le contaba boludeces y muy de
cuando en vez, algo reflexivo. Ud. me señalaba siempre lo mismo. Parecía una
grabación. Varias sesiones corrió sus ejes, con dispensa psicóticas, perdón
psicoanalíticas, habló de su hartazgo de los locos de Melchor Romero, de sus
hijos que ya no parecían pertenecerle y del amor de su mujer por las pastillas.
Yo le sugería cosas y Ud. me miraba con ojos de “-cómo podés ser tan idiota?”.
Opté por callar. Ud. comenzó a correr de horario mis sesiones. Llamaba para
suspenderlas por razones domésticas. Concertaba una hora y Ud. me despedía,
porque la jaqueca lo mataba.
Lo que me
decidió, fue algo intrascendente, común en su praxis, que comencé a juzgar.
Eran las seis en punto y soy maniática, con los horarios también. Ud. tardó
diez minutos en atenderme, que se hicieron quince, veinticinco, treinta, de
pronto, pasó la loca que atiende el consultorio de al lado. Me miró como a un
insecto abandonado y con cara de batracio mal atendido, espetó que se fijaría
en la planta alta. Esperé veinte minutos, hasta que el batracio, contenta,
despeinada, con la pintura corrida y la falda al revés, volvió. Me miró con
sorpresa y gritó hacia arriba ”- ¡Boured te espera una paciente!”. Ud. apareció
despeinado, con ojos lagañosos y la bragueta desprendida. Muy suelto de sueño
pidió disculpas y con cabeza de erudito, me dio el pase para el día siguiente.
Lo perdono,
Boured, debió estar cansado de la vida, me cobraba poco, sabía de mis ingresos.
Así y todo, no le perdono, era mi cabeza su responsabilidad y no la sumió.
Es mi derecho,
mandarlo a la puta madre que lo parió.

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