Había tanta niebla, tanto frío que el
viejo Citroën casi no arrancó. Entraba
al laboratorio a las cinco en punto de la mañana. Todo desaparecía en el camino
roto, de asfalto, que lo llevó a Magdalena. Recordó que debía lavar los tubos
antes que llegara el jefe o sería maltratado el resto del día. Faltaban cinco
para las cinco. Sintió tiritar sus manos, no supo por dónde entraba niebla
hasta dentro del auto. Se detuvo sólo. Hubo algo que le impidió continuar. Entrevió
un grupo de esos que arrojan lechazos de brea para llenar baches. Faltaban
cuatro minutos, le pareció inoportuno el horario, pero útil a sus ruedas
cansadas de traqueteos exasperantes. Alguien tocó su ventanilla. Una mano que
no vio, pero una voz que escuchó. Decía que estaban reparando un trecho. Le
sugirió regresar, ese trabajo llevaría un tiempo. Él dijo que no importaba,
seguiría por la banquina o perdería el trabajo. La voz contestó “Hacé lo que
quieras”. Tomó la banquina de memoria. Faltaban tres minutos. El Citroën
respondió como sólo lo hacen ellos, lo llevó derecho, a paso de hombre. La
niebla bajó lenta. Miró por el vidrio ausente de la derecha. Había un camión
con bolsas de arpillera que los operarios depositaban en un trecho de dos kilómetros.
Otros arrojaban piedras, otros brea. Pasó el puño por el espejo retrovisor y
vio las bolsas alargadas, las piedras que cubrían, la brea que cerraba. Faltaba
un minuto, el cartel que decía Magdalena. El Citroën paró solo y él bajó lleno
de neblina. Tiritando, el laboratorio vacío y los tubos rotos.
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