Era un tipo tan pintón el hermano de mi
padre, hacía perder la cabeza a cualquier mujer. Se casó con Maru y tuvieron
dos hijos. Ella lloraba bajo la ducha, la infidelidad compulsiva de Felipe.
Atribuyeron su deceso a los engaños de mi tío. Cuando quedó viudo se consiguió
una novia judía; vos en tu casa y yo en la mía. Nació un hijo igual a mi abuelo
José Felipe, bajo de estatura y ojos arábigos de pestañas tristes. Logré tres
primos, Luis, Vicente y Diego. Me gustó ser la única mujer entre todos. Mi tío
no soportó su deterioro físico junto a la ausencia de seducción. Se quitó la
vida, con un arcabuz oxidado, en el campo que compartía con mi padre.
Yo soy medio judío, esa mitad no la
soportan mis dos hermanos. Era muy chico cuando mi vieja se presentó a pedir
mis derechos al pedazo de tierra, que me correspondía. En la adolescencia
recibí un dinero de la venta del campo. Un pedazo del amor de mi padre,
arrebatado por decisión de mi idishe mame.
Hola Vicente, llamo para decir que voy un
par de días, necesito hablar con vos ¿puedo?
Yo que le iba a decir ¿Qué no? Contesté
que lo esperaba con alegría. Es un hermano impuesto, cosas de mi viejo. Igual
lo quiero. Seguro que me pregunta cómo fue. Él no sabe nada, la judía le
inventó un accidente de auto. Apareció en la puerta de la cocina, donde, bue,
ahí.
Nos dimos un abrazo y al tercer mate
preguntó. Diego, fue como te dijo tu vieja, no sé en qué kilómetro, lejos, eso
sí, lejos. No quise ver. Lo que dejó de estar no es ¿me entendés? Quiso dormir
en la habitación del viejo. Al amanecer se metió entre los girasoles y los
besaba. Partió sin desayunar, blanco y ojeroso.
Saqué mi pasaporte y ahí me enteré,
hubiera preferido que Vicente me contara, o Luis o mi prima. Voy a Quebec,
tengo pasaje, trabajo y un cacho de odio. Igual los quiero. De vos no me
despido, madre. Errar es humano, perdonar cuesta un huevo.

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