—¡Vicente, dónde
estás!
Seguro se mandó
otra, yo escuché la sierra eléctrica, pero no me pareció capaz, estoy en la
galería del fondo y justo que llegué al paro de cabeza, escucho su voz que me
llama: —Ah, sos de lo peor.
Le corté la rama
más grande y encima me trata mal. El árbol tiene ciento diez años y está sobre
el techo de mi pieza, le quité la rama que con cualquier rayo, caerá sobre mi
cabeza.
—Tenemos que
hablar, Vicente, vos estás aquí, vos ya sabés, no es por revolver mierda, pero
a la Tía Vericia la mató alguien. Somos dos los que siempre le ayudamos con la
silla de ruedas y todo lo demás.
—Yo no fui el
asesino, cae la sospecha sobre vos. La Tía Vericia nunca fue de mi agrado, ni
del tuyo. Además ella no nos soportaba. Un triángulo perfecto para el bienestar
de la desgracia. Nosotros nos queremos, porque el Viejo te adoptó de chico, siempre lo
sospechamos, tal vez fue tu Padre biológico.
Remigio
acariciaba la enorme rama y marcaba para cortarla en rodajas.
—Mamá te quería
más, siempre dándote besos y te arropaba con dulzura. A mí no me soportaba,
cuando venía Tía Vericia, hacía de cuenta que no establecía diferencia. Hacía
su papel mentiroso, me arropaba como si fuera nadie y jamás me daba un beso.
Cuando los
Viejos murieron, la Tía Vericia era una carga para los dos. Yo lo vi, primero
me alegró que sintiera algo de ternura por aquél esqueleto sin gestos.
Parecía que
paseaba despacio, la Tía dormía su siesta de costumbre, Vicente la llevó hasta
donde comienza el pantano y fue sumergiendo las ruedas, luego, con una rama
caída la empujó al pantano. Miró concentrado cómo la Tía Vericia, desaparecía
con el armatoste, en la tierra movediza.
—¿Sabés Remigio,
que no puedo encontrar a la Tía Vericia? Ya busqué alrededor de la casa, en la
escalera, en el bosque y en todo lugar.
Mientras él la
paseaba hasta el pantano, Remigio miraba en postura invertida, en un rincón de
la galería. Esa noche comieron en silencio.
—¿Qué raro, que
la Tía Vericia no se haya arrastrado a la mesa?
Dijo Vicente con
cara de indiferente: —Y bueno, quién te dice que al verla echa un trapito, Dios
se la llevó.
Remigio quedó
aplastado, cuando su hermano le partió la cabeza con el tronco que aserró, lo
llevó hasta el pantano y miró cómo se hundía, con la ayuda de un puntapié.
Volvió a la casa con una sonrisa, pensando que la Tía Vericia, ahora estaba
acompañada.

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