Me podrá
confesar a la mañana temprano, lo prefiero al de la tarde, que por vanidoso se
considera Obispo. El Cura se persignó y el hombre se arrodilló, tapó su cara
con manos juntas.
—Estoy
acongojado, mi Mujer me engaña con otro, la seguí varias veces y la vi entrar
por la Sacristía, llevaba mantilla, misal y rosario.
El Cura, sin
decir más, habló del perdón a la Mujer y con tres Padrenuestros, estaba
cubierto mi pecado.
—Permítase el
beneficio de la duda, tal vez ella sea una Santa, que concurre diariamente a
misa.
Al día siguiente
la espié mientras se vestía y cuando se fue la seguí. Se puso un corpiño de
encaje rojo y un portaligas haciendo juego, las medias eran de muselina negra y
los zapatos también. El vestido, sin calzón lo abrochó con botoncitos de
hábito, escotado hasta el ombligo y una mantilla de lycra, que cubría todo como
pashmina. Salí descalzo, la vi entrar al confesionario, se hincó frente al
cura, no usó los laterales porque estaban en reparación. El Cura, igual que
conmigo, se persignó y en voz más alta, le pidió perdón al Señor.
Hablaban con
murmullos que no era necesario mucho para entender, ella cubrió su espalda con
la pashmina, que le llegaba hasta el suelo. Se abrió de piernas y se le sentó
en la falda al Cura, preparado, tenía algunos botones desprendidos y se la
ensartó hasta las bolas, digo, por los gemidos de ella, mientras decía con
devoción: ¡Dios
mío!, ¡Dios mío!-En estado de gracia- ¡Dios mío!, ¡me quedaría en tu casa para
siempre!
Por fin el Marido
hiló toda la historia y el verla fue la prueba de su certeza, necesitó
vengarse, sabía que el Cura era casado furtivo. La Mujer tenía quince años y
limpiaba toda la Iglesia. Un amanecer entró por la Sacristía y escuchó los
ronquidos del Cura. Apareció la Señora chica, o la chica Señora, ella le contó que estaba cautiva en
ese lugar, el Cura la dejaba con ganas por culpa de la Mujer, que se confesaba
todas las mañanas.
—Él no es malo,
me regaló un consolador, bendecido por el Papa Pancho. Yo prefiero lo otro.
Él la miró, tan
pequeña, que la sentó en su falda.
—Acá tengo un
juguete que te va a gustar, cerrá los ojitos.
Le corrió el
delantal y arremetió como caballo ganador, mientras la Señora niña murmuraba:
—¡Quiero
más! ¡Quiero más!
El registro en
su memoria, de aquel pedido desesperado, le hacía acudir todos los amaneceres,
antes que su Mujer. Y colorín colorado, este cuento no ha acabado, pero tendrá
que terminar, mientras tanto, podremos darnos cuenta, que lo prohibido, es un
placer que no se para, si no está parado.

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