jueves, 31 de octubre de 2019

HONORABLE



   Es el mediodía, es la hora que hay menos gente, le pegunté a un Policía, si había que ir en ayunas, dijo: “No”, con cara de Policía. El pasillo estaba custodiado por el Ejército en traje de desfile patricio, galera negra con una pluma roja, sacos azules, pantalón blanco y banderas flameantes representando todos los partidos. Había ventiladores para que flamearan las banderas. Las mesas eran de caoba y en vez de cajas, urnas funerarias, talladas a mano, con una pequeña raja al costado, el Presidente de mesa y sus secuaces, vestían con smoking y las mujeres de largo, con escotes depravados. Me tomaron el número de documento y como decía el protocolo, el sobre vacío con membretes negros y velcro, para cerrarlo.
   Cuando entré al cuarto oscuro, cerré la puerta y estaba todo negro, mi cuerpo se puso todo negro, ni las manos de cerca podía mirar, me dieron vahídos, perdí la noción de techo, piso y paredes.
   Me sentí como Alicia en el País de las Pesadillas. Me dejé llevar, quién sabe dónde. Las boletas eran como los murciélagos, me rozaban y volaban. Cacé una en el aire y la metí en el sobre, que por suerte tenía apretado en mi mano. Metí una boleta tomada al azar y cerré con el velcro. Encontré un picaporte, tenía una lucecita roja y un cartel luminoso, con letra de imprenta, que decía “Salida”.
   Un Señor, vestido de funerario: —Permita usted el sobre, que lo introduzco en la caja.
   No era mi sobre, era otro. Yo lo único que deseaba, era irme rápido, un hombre con rostro de Diablo y cuernos de vaca muerta, me abrió los portones del Cementerio. Llegué a mi cajón, de memoria.
   Estaba cansada, antes de volver al sueño eterno, pensé: ¿para qué despertar a los muertos, para ejercer el derecho de todo ciudadano? Si yo, ya no existo.

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