Dejó de existir
el árbol de la vereda, porque había que barrer las hojas secas, con lo lindo
que es sentir el cric crac en el otoño. Era un privilegio para las fregonas, porque
sin árbol la vereda se limpiaba con la lluvia. La única desgracia eran los
perros que deponían en las aceras. Les siguió la perversión de matar a los
perros, originaron crímenes bestiales, por los resbalones y esas maldades.
Las paredes, con
luz color hepatitis, llegaron a asombrarme, cuando andaba de noche. Yo caminaba
solo y delante de mí una sombra se trasladaba, pegada a la pared. Después me
reí, era mi propia sombra, ¿qué otra cosa había de ser? Raro, porque era gorda
y yo soy flaco, alta pero soy petiso. Me planté dejando de caminar y la sombra
siguió su camino. Me apuré para alcanzarla y llegué a tocarla con la mano
contra la pared. Era una sombra con autonomía.
Allí me detuve y
ella siguió caminando. La curiosidad me creció y le pregunté a un chico borracho:
—¿Vos viste una sombra caminando sola?
El chico miró
con cara de bodega: —¿Cómo?, ¿yo me tomo todo el vino y el pedo te lo agarrás
vos?
No tenía
respuesta y la sombra se me había escapado. Igual la divisé. Era una sombra joven,
la seguí como veinte cuadras hasta casa, ya no daba más. Entré en el zaguán y
estaba prendida esa lamparita triste, que pone mi Vieja. Cuando iba a cerrar,
la sombra entró conmigo, incrustada en la pared. Abrí mi pieza, me quité la
ropa, quedé en calzoncillos y me hice un bollito, así me gusta dormir. Iba a
apagar la luz y descubrí la sombra, sentada en frente de la pared.
Me pareció
promiscuo invitarla a dormir conmigo. Saqué el catre de las visitas y le armé
una cama con sábanas limpias y la frazada marrón. Acomodé la almohada y abrí la
cama, se despegó de la pared y la sombra se acostó. No me quise hacer la cabeza
y dormí enseguida.
Al rato escucho
una voz finita, que provenía del catre: —Muchas gracias por todo, fue agradable
caminar con usted, que sueñe con las sombritas.

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