Compró esas
escenas con que algunos creyentes decoran la Navidad. Era un tinglado de ovejas,
en el medio en una cuna, estaba el Niño Dios con ojos abiertos desesperados. La
Virgen María, del tamaño de una mujer, con el rostro descansado, los ojos
pintados, ojitos de Jerusalén y un rimel exagerado para una virgen que se precie
como tal. Ella miraba al Niño y parecía interrogarse: ¿Quién lo habrá parido?,
pensaba preguntar al Espíritu Santo, pero lo vio tan alto y soberano, que le
dio mucha vergüenza.
Del otro lado
del pesebre, estaba José, dando los últimos toques de un buen carpintero,
porque el pesebre, tenía que durar. Tenía fama de cornudo, pero si nunca tuvo
mujer, salvo la Virgen María, que no quiso dejar de ser virgen, habrá tenido
sus razones. Había un figurón del Dios Padre todo omnipotente, creador del Bing
Bang.
Figuras de los
Reyes Magos, que venían en camellos y transportaban muy bien los regalos para
el Poder Judicial y otros andamios, de dineros mal habidos.
Los Reyes, difuminados,
portaban falsas identidades, Melchor, Gaspar y Baltazar. Todo esto lo compró mi
profesora de yoga, en Salta, encargó el envío emocionada y cruzó a la vereda de
enfrente, a tomar merca y conchetear, con algún hombre o mujer. Le daba igual.
Basta que tuviera algún ladrillo, para comprar y regalar o vender, en “Lugar
Soñado”, su domicilio constituido.
No aguanté más
tanta hipocresía: — Las chatarrofilias como vos, que sos adicta a las cirugías
con
pelapapas y cuter, para ahorrar te las
hace la Cholita, que trajiste del Norte, gratis. No creo que nadie te diga de
frente, tu realidad inexistente. Me encantó encontrarte en internet imitando a
Tinelli. Saltando con un micrófono, al grito de: Alegría! Alegría! Que todos
seamos alegres, partiendo del piso, felices felices.
Como decía mi
Tía Ema: —¡Ah, qué chica tonta!

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