El cielo me
pesaba en la cabeza, adentro de la cabeza, tenía ganas de levantar las manos y
sostener aquello pringoso, que me dejaba sin oxígeno, los pies no me daban para
pegar y sacarme de encima aquello que no podía y quería que se fuera.
Pude ver por un
reflejo de acero que estaba en una camilla, con las manos y los pies atados. Tenía
seca la boca, no sé quién me hacía la permanente, con unas monedas de plástico,
que se pegaban a mi pelo, con cables finitos, para que los rulos salgan más
rápido. Los enchufaron en algo blanco, yo no lo quería tener mota y grité, ni
sé cómo pude. A la peluquera obstinada y el amigo que la ayudaba, se notó que
los dejé sordos, me atravesaron un rulero gordo, compacto y blando, entre el paladar
y la lengua.
Tenía la
angustia concentrada en mi garganta. Ellos enchufaron los cables y me quemaron
la sangre. Quise saltar hasta el techo, pero se me perdió. Temblaba y mi cuerpo
se doblaba. Insistieron varias veces y mis músculos quedaron vencidos, me dio tanto
sueño, cuando abrí los ojos estaba en una cama sin almohada y las paredes
acolchadas.
Por una hendija
de la puerta, dos ojos miraban con indiferencia, tenía pelos en mis manos y
otros pelos arrancados, que andaban sueltos en el piso, en el cielo y en todo
lugar. Amén.

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