En lugar del
amor por el alcohol como mi Padre, tenía la virtud que no se le notaba para
nada. Todos admiraban su humor y la alegría y la risa y las ganas de vivir. Yo
era su única hija fea, con ganas de seguir mi fealdad. Mamá le mentía a Papá. Esas
salidas extrañas, volvía con la pintura corrida y el rouge de la boca, le llegaba
a las mejillas.
—¿A dónde
fuiste, querida? Te extrañamos en la comida.
Ella se metió en
el baño, lavó su cara y hasta no salir blanca como una rosa, contestó: —Fui a
ver una película de misterio, de aburrida, las comedias me hartaron.
Mi Padre, sin
bajar el diario, preguntó el nombre de la peli. Se le cayó la copa de vino en
el piso, tenía cara de zorrita indiferente.
—No me acuerdo
del título, mirá lo que me preguntás.
—Ah, era tan
misteriosa que no te acordás.
Cuando él se
varea con esa Secretaria culona, yo no le digo nada. Me acostumbré de chica a
escuchar mentir, lo asimilé de pequeñita. Apoyaba el termómetro en la lamparita
prendida, cuando llegaba a treinta y nueve grados, los llamaba para faltar a la
Escuela. Venía Petra, la Mucama, me decía que treinta y nueve grados no eran
nada. Que siguiera durmiendo y la mejor cura era mirar televisión.
Ella también
era mentirosa, como mi Papá, que salía temprano para buscar a la culona. Mamá
salía después. Un día la vi a través de la ventana, subió a un auto que ocupaba
media cuadra. Pasó el tiempo y los autos se acortaron. Volvían tarde los dos,
yo escuchaba cómo murmuraban sus mentiras, excelentes actores. Después se iban
a dormir, no se escuchaba ningún ruido, estaban cansados de tanto mentir. A los
dieciocho tuve mi primer novio, le conté que era divorciada y mi ex marido,
cuidaba los dos hijos que tuvimos. Le hice creer que yo era divina, tantos
admiradores, me proponían noviazgos, casamientos o convivencias. Todo esto por
mi cara perfecta y mi cuerpo demolía a cualquiera que pasara a mi lado.
Cuando mentís,
todo lo que no sos, los demás se lo creen. El de dieciocho se puso tan meloso,
que cuando terminé de convencerlo de mi hermosura, lo pateé.
En el último año
de Ingeniería Electrónica, tenía un compañero que me ignoraba, estaban todos a
mis pies, pero yo me enamoré de ese, con el temor que fuera gay. Lo invité a
estudiar en casa y me sentaba al lado, las cosas que no entendía, acercaba mi
pelo y hacía que me quedaba lejos, para apoyarle mis gracias mentidas.
Cuando nos
recibimos, quiso casarse.
—No, de ningún
modo, además no tengo tiempo, porque viajo a París, donde viven mis Abuelos.
Le mentí que no
lo quería, que mi viaje era París y mis abuelos franceses. Me convertí en una
mentirosa electrónica. Elogiaba a los hombres petisos, pelados, viejos
narigones y les hacía creer que eran hermosos.
Después tuve un
hijo inexplicable, me armé una panza de mentira, no supe quién era el Padre,
pero llevé el bebé de una amiga y les mentí que era su nieto. Estaban
recontentos y no les importó saber quién era el Padre. Les mentí que iba a
vivir a Polonia. Pero terminé en Berisso, en una casa que de noche, se volvía
Cabaret y hacía el baile del caño. A mi Padre lo llamaba para contarle que era
Primera Bailarina, del Teatro de Cracovia. Seguí mintiendo el resto de mi vida,
cuando vino la Parca, le dije: —Usted se equivocó, yo soy eterna, puede irse
por donde vino.
Estaba asegurada.
En la puerta de
casa, había un bronce que decía: “Aquí vive la mentirosa, que es eterna, con el
permiso de Dios”.

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