En el mismo
Taller de Avignon, de varios alumnos, había un hombre y una mujer, que se
sentaban juntos, en atriles enfrentados, pero ella podía escuchar las
pinceladas de Antoine. Tenía poderes, como imaginar el cuadro por sus sonidos.
No quiso molestarlo mirando cómo iba su trabajo, le gustaba no saber.
Agnes lo
encontró bocetando al borde del lago azul, él se sorprendió de verla tan cerca.
—Me avergüenza esto que hice, pero es tu figura que escucho en el Taller. Te lo
regalo, a condición que no lo compartas con nadie.
Agnes, entre la
gente no se notaba, hacía que caminaba y levitaba cerca del piso. Se detuvo en
una vidriera con óleos de colores extraños, los intensos cegaban y los suaves
daban ganas de mezclarlos. Había de mayor a menor y de texturas extrañas.
Compró todo pensando en Antoine, que era un estudiante flaco y desgarbado, con
manos de poeta.
Lo esperó
aquella mañana, a la entrada de la clase, él ya estaba sentado en la escalinata
y ella depositó en sus manos, según él, todos los colores del mundo.
—Qué bellos
óleos has conseguido, yo sé dónde fue, tengo visto ese lugar, por los gatos que
duermen entre las cajas.
Ella le acomodó
la boina. —Esto es un regalo para vos.
Él se puso a
tocarlos, como las teclas de un piano. —Tengo que confesarte algo, mi querida
Agnes, yo estoy casado con una mujer que no quiero, pero nunca se lo diré,
tiene alma de niña y me entregó su corazón, pero a mí lo único que me importa,
es pintar y a ella, el olor a trementina, la desmaya. Su organismo no lo puede
soportar, no camina, se arrastra, hoy pensaba visitarla, está internada en el
Hospital. Si te parece mal, no me lo digas, yo ya lo sé. Le nació un niño que
vino muerto, ella hacía todo en su vida, con autorización de sí misma, le gustó
el compañero que pintaba conmigo y después, no quiero recordar. No pienses en
mi relato. Dejame un espacio de algunos días, tengo un mal presentimiento.
Agnes siguió con
el Taller, pintando cualquier cosa, que no tenía sentido, desperdiciaba colores
y tenía los ojos hundidos. Estando al borde del lago azul, escuchó unos pasos
leves y luego como un ángel, alguien le tocó la cabeza.
Era Antoine, que
le dio la terrible noticia, pero tenía una serenidad, que levitó junto con
ella, la llevó de la mano hasta un Estudio, en una bohardilla, con lugar para
pintar, cocinar y dormir, fue lo único que pudo pagar.
Al terminar un
cuadro, lo festejaban volando, tomados de las manos, adentro del Estudio, a la
cocina. Estaban tan flacos los dos, que sus amores de colores, los hacían
flotar, tan alto como barriletes y se trasladaban de Avignon a París. Dejaron todos
sus cuadros en las escalinatas, del lugar donde aprendieron, después que lo
sabían de antes.
Fundieron su
amor en el cielo y nació un arcoíris, con los mismos colores de Antoine y de
Agnes.
El único que los
vio fue un viejito ciego, que no tenía necesidad de ver lo que estaba
sucediendo, los saludó con los brazos extendidos, pero la caja de óleos, quedó
en sus manos temblando.

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