El esplendor de
aquella casa por fuera, donde el sol regalaba amaneceres, se contraponía al
interior, que era frío, oscuro y si algunas veces hubo voces, ahora eran
incipientes corrientes de brisas congeladas. La compró una inmobiliaria y
dividió sus habitaciones, para hijos de familias de estirpe adinerada.
Los lugares
sospechosos tenían camas pegadas a las paredes de madera. Se apretaba un botón,
que era el ojo mitológico de algún ciego, pintado con óleos macerados. Ovidio
dormía allí, lentamente caía una litera, cubierta con sábanas de seda y
almohadas de duvet, allí reposaban los becados, seres prodigiosos a la hora de
enseñar alguna idiotez que no servía para nada. Era obligación rendir esa
materia, bastaba con no asistir y se aprobaba.
Roberto Caseneve
tenía una habitación con varias ventanas cerradas. Fue su deseo que así
quedaran. Dispuso su cama en el centro, gustaba tener aire en todo su contorno
y ni la decoración de un almanaque, en las paredes desnudas. Era alumno de un
sabio oriental, que dictaba con erudición de sabio, claro, la vida de los
fantasmas. Hacía reír mucho a Roberto Caseneve la existencia de esos seres
indiferentes, que en ocasiones eran mujeres, podían dormir a su lado sin él
percibir nada.
Cuando Roberto
daba examen, iban los Asistentes de otras materias inútiles. Cuando concluía su
exposición, Ovidio aplaudía de pie. Las demás clases eran incoloras, inodoras e
insípidas. No había Profesores expositores. Para cortar lo inasible, los
alumnos tomaban asiento en una mesa larga, tendida con platos vacíos, llegaban
fuentes vacías. Profesores y alumnos apoyaban servilletas de hilo bordadas
sobre sus bocas, sin una mácula de residuo.
Roberto Caseneve
y Ovidio Rodillo, caminaron sin hablar, por un pasillo largo, que se cubrió de
una oscuridad negro infinito.
La Inmobiliaria encontró
una pareja tan blanca, que parecían carecer de torrente sanguíneo, mostraban un
entusiasmo secular, por la casa que el sol ponía refulgente. Pasaron al
interior, el Contador de la Inmobiliaria, comenzó la apertura de ventanas. La
mujer compradora, con voz grave, le tomó las manos con tanto ímpetu, que le
quebró una muñeca.
—¡Ni se le ocurra!
El marido, con
caninos draculeanos y sonriendo, le hizo entrega de un cheque ennegrecido, le
cerró la vieja y pesada puerta en la cara, le partió el tabique en tres. El
Contador, luego de pasar por el Hospital, fue atendido por Profesionales
rigurosos, de Honorarios rigurosos.
Se dirigió a la
casa de sus nuevos habitantes, para el cobro de los daños ocasionados por sus
compradores. Puertas y ventanas se encontraban cementadas. Los vecinos la
llamaban “La casa amontillada”.
En una madrugada
de febrero, salió la gente a emprender sus trabajos, los ojos pegados son
lagañas olvidadas para dormir, hasta definir el sol de la mañana. Hubo tres señoritas,
con los ojos sin ningún impedimento, las que vieron el terreno sin ninguna
construcción y un largo pasillo, descendiendo hasta la Catedral.

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