Él dice que las
personas que hacen reír a los demás, son las más tristes, sufren y se deprimen.
Como Charlie, lo invitan a fiestas y ágapes que no le importan un comino, a
excepción del champagne, el vino y la cerveza.
Lo elogiaban
desde que llegaba, hasta que se dormía en cualquier sillón, porque siempre tuvo
que hacer chistes complicados para los más inteligentes y bizarrías para los
tontos. Intercambiaban lugares todo el tiempo, el inteligente se reía sin pudor
de las bizarrías y al tonto no le alcanzaba el aire para largar la carcajada en
una vuelta inteligente.
Son títulos
nobiliarios, que nos concede la aristocracia tétrica, del insulto a Charlie,
que es tan elegante, que se vislumbra la billetera del pobre. Eso lo ignoran
todos, detesta la piedad y prefiere que no le paguen la alegría conferida a los
distraídos.
Los que llaman a
su puerta y jamás serán atendidos. Él está durmiendo al sol para cargar
energía, como le contaron que pasaba con las piedras. Hoy recibió una
invitación de alguien que creyó que era su amigo. No era así y lo avizoró.
Cuando llegó, estaban los mismos de siempre, el público. Le dieron un escalón para
que empezara con sus disparates hilarantes. Lo atendió la mujer de su amigo, con
sus enormes tetas, casi afuera del escote, le dio un abrazo fraternal, ella le
acarició con magia, el pito, que hacía mucho que no silbaba. Le arrancó la ropa
casi inexistente, a Charlie mismo le dio una risa, que puso seria a toda le
gente.
—Decime,
infeliz, ¿no sabías que esta zorra fue mi mujer?-Dijo Charlie-.
Robó una botella
de champagne y cruzó el jardín, displicente. Siguió riendo, se le caían
lágrimas, como si por fin pudiera brindar en su casa, consigo mismo.

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