Las amigas tenían su misma edad, pero con
atributos de adolescentes en desarrollo. Pety carecía del formato de las otras,
era una tabla por delante y por detrás.
En las fiestas de quince se agudizaba su
malestar. Los padres la vestían como para asistir a misa, traje color azul
marino, con un cuello blanco insulso, zoquetes blancos y zapatos chatos. Las
amigas vestían con escote, cinturas marcadas, medias transparentes y tacos
altos. Los lugares se decoraban con mesas redondas, el sector de baile en medio
del salón. Cuando la música comenzaba, los chicos sacaban a bailar a sus
amigas, menos a Pety, que planchaba en todos los eventos. Una noche de luna
llena un chico la miraba con timidez inmerecida, pensaba Pety. El chico cruzó
la pista en una recta perfecta, inclinó su cabeza y preguntó -¿Bailás?-. Ella
dijo un sí, inaudible y él la tomó por su inminente cintura. Advirtió que Pety
no sabía bailar y le sugirió que se dejara llevar, primero con distancia, luego
de varios temas de Los Beatles, el inefable “Yesterday”, unió sus cuerpos
angelados. Las amigas la miraban con asombro. Pety bailaba con el más buen mozo
de la fiesta, el más codiciado. El encanto se desvaneció a las tres, cuando su
padre pasó a retirarla. Peter, así era el nombre del chico, preguntó al padre
si no lo dejaba en su casa, quedaba de camino, antes se presentó.
Subieron al auto, ella lo miraba por el
espejo y Peter respondía con sonrisa escondida. No se dio el clásico de ¿a qué
escuelas vas?¿cuántos años tenés?¿cómo te llamás? Sólo el silencio y la música
los unieron esa noche.
Luego no lo vio más. Nadie supo más de
Peter.
Ella terminó sus estudios, con la cabeza
abierta que da el conocimiento y el cuerpo desarrollado, con lo que hay que
tener y algo más. Nunca olvidó aquella noche.
Pasaron años, Pety asistió a un congreso
en Bolonia y lo descubrió mientras Peter exponía. Era él, sin duda, más alto
aún, un pope con voz grave, una precisión en el lenguaje que produjo un aplauso
cerrado. En la multitud era dificultoso llegar a él. Con un grito descarado lo
llamó
-¡Peter!-.
La miró como a una perfecta desconocida.
Pety trató de echar recuerdos en la
memoria de Peter. La miró como si le hablara a una demente. Aseguró no
conocerla. –No tiene importancia- dijo Pety –de todos modos vuelvo a Argentina
hoy-.
Lo dejó diciendo algo como, -Lindo país
Argentina, lástima sus gobiernos, de todas maneras ni se me ocurriría volver-.
Ella llamó un taxi y se fue sin saludar.

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