sábado, 17 de septiembre de 2022

NOTAS

 

   Había una docena de invitados a la casa de Robert Alcorta y su mujer, Felipa La Hermosa.

   En la punta de un médano se alzaba un palacio tallado por el mar. Estaban todos intrigados por el interior de esa obra de arte. Al huésped más importante le cedieron el aposento con cama redonda y decoración perfecta.

   Felipa La Hermosa se sentó a la cabecera de una mesa  rectangular para veinticuatro personas. Robert Alcorta ocupó el lado contrario. Su mujer lucía un sombrero ajeno de ala ancha, recuerdo de su boda, para no rozar a los invitados se dispusieron silla por medio.

   Mientras comían despacio y con la boca cerrada, escuchaban grillos entrenados para cantar y de paso tapar esas conversaciones tontas que al tomar bebidas de toda índole se potencializaron.

   Llegó el momento de las discusiones políticas y poco a poco, la atmósfera se tornó violenta. El resultado fue destrozos de copas y vajilla antiquísma. Robert Alcorta tomó el mantel de una punta y no quedaron ni los invitados. No les daban las piernas para huir de aquel infierno. Con vestidos largos y tacos altos, cayeron unos encima de los otros. Se confundieron de autos y de parejas.

   El matrimonio Alcorta los miraba desde el balcón principal y no paraban de reír y de insultar a todos. El personal de servicio los ayudó a inclinarse más allá de lo debido. Ambos aterrizaron en la escalinata de ciento cincuenta escalones de mármol de Carrara. Murieron los dos, con las manos enlazadas y el odio dibujado en sus últimos gestos.

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