Había una docena de invitados a la casa de
Robert Alcorta y su mujer, Felipa La Hermosa.
En la punta de un médano se alzaba un
palacio tallado por el mar. Estaban todos intrigados por el interior de esa
obra de arte. Al huésped más importante le cedieron el aposento con cama
redonda y decoración perfecta.
Felipa La Hermosa se sentó a la cabecera de
una mesa rectangular para veinticuatro
personas. Robert Alcorta ocupó el lado contrario. Su mujer lucía un sombrero
ajeno de ala ancha, recuerdo de su boda, para no rozar a los invitados se
dispusieron silla por medio.
Mientras comían despacio y con la boca
cerrada, escuchaban grillos entrenados para cantar y de paso tapar esas
conversaciones tontas que al tomar bebidas de toda índole se potencializaron.
Llegó el momento de las discusiones
políticas y poco a poco, la atmósfera se tornó violenta. El resultado fue
destrozos de copas y vajilla antiquísma. Robert Alcorta tomó el mantel de una
punta y no quedaron ni los invitados. No les daban las piernas para huir de
aquel infierno. Con vestidos largos y tacos altos, cayeron unos encima de los
otros. Se confundieron de autos y de parejas.
El matrimonio Alcorta los miraba desde el
balcón principal y no paraban de reír y de insultar a todos. El personal de
servicio los ayudó a inclinarse más allá de lo debido. Ambos aterrizaron en la
escalinata de ciento cincuenta escalones de mármol de Carrara. Murieron los
dos, con las manos enlazadas y el odio dibujado en sus últimos gestos.

No hay comentarios:
Publicar un comentario