Amparo limpiaba
como para pasar la lengua y no tener que lavarse los dientes. Se levantaba tres
horas antes que todos, saludando al día con mate amargo. Tenía dos zorzales que
se sentaban en sus hombros. Pensaba tan hondo y tan lejos que a los pájaros
Amparo les parecía un árbol. Se hacía propuestas por día, ése, cantaría ante
cada recriminación por toda respuesta. Nada de discusiones bizantinas, cantaba
alto y afinado, todos se detenían aunque llegaran tarde. Parecía magia, lograba
jugar a las estatuas, ellos quedaban sedados y le daban besos amorosos al
partir.
Un día se
prometió romper la rutina, ni entró a la cocina, siguió tomando mate y estiró
los brazos al cielo, los zorzales le cantaban dale, dale, dale. Hacía calor,
Amparo sacó su delantal y en ropa interior se tiró al tanque australiano que le
regalaba cinco brazadas hasta el molino. Luego, boca arriba en el pasto, con el
delantal se fabricó un gorro con visera. Toda la familia salió a ver. Los
chicos miraban al padre, ese dios de la casa, él decidiría.
Él corrió
adentro, trajo la toalla más grande que encontró y envolvió a su mujer. Amparo
lo miró con cara de hawaiana y en un abrazo de viejos camaradas se encerraron
en la pieza. No se escuchó discusión alguna. Pasaron horas de silencio, la
puerta tenía traba.
El siguiente día
Amparo se propuso ir hasta el pueblo, la siguieron los zorzales y le cantaron
adiós. Ella pensó su recorrido: peluquería, maquillaje, masajes, compras y
regresar con dos tartas caseras. El marido la esperaba en la tranquera, Amparo
bajó de la chata y luego bajaron los paquetes y paquetes. Durante la noche, en
la oscuridad de la pieza, él preguntó dónde estaban los ahorros. Amparo
contestó con voz de sueño: “¿Qué ahorros?”

No hay comentarios:
Publicar un comentario