Era el casco
viejo de “La Estrella”, fue mi primer estadía de siete días. La lluvia
constante y copiosa no paraba los relinchos agónicos del caballo. Todos
estábamos en la casa. Mi viejo caminaba de una punta a la otra. Tenía una radio
a pilas, donde Radio Colonia colonizaba el espacio auditivo.
Mi madre tejía y
puteaba, porque no le alcanzaría la lana. Me envolví en una manta de conejo,
tapaba mis oídos con almohadones y leía “Viaje de un largo día hacia la noche”,
una lectura acerca de episodios más grandes que la agonía del caballo. Pasaron
más de treinta horas y el Veterinario no aparecía, con tanta lluvia, estaba
cantado que no vendría.
Cuanto más me
adentraba en la lectura y lo demás se diluía, una mano familiar tomó mi libro y
lo desapareció.
—Leé Historia,
así aumentás la posibilidad de aprobar ¿Trajiste los libros?, los abandonaste.
Los libros muerden, es tu consigna. Eugene O’Neil no es para vos, ya vas a
tener tiempo.
Cerró los
postigones para no ver la lluvia, para no escuchar al caballo, ni a mi madre,
ni a la radio.
—Hacé algo
Jorge, no podés ser tan cagón…
Mi viejo decía
que sí, que ya, antes tenía que rezar. Sólo Dios lo ayudaría a tomar la
decisión. No sé por qué Mamá le dijo cagón y él no se defendió. Tomó mucho
vino, jamás tomaba vino. Me dormí rápido, como cuando una es muy joven. Soñé
que se divorciaban y yo me alegré. A las seis de la mañana se escucharon dos
disparos. Hablaban usando tonos bajos, silencios largos. Entreabrí mi postigón,
los dos hacían un pozo, no pude dejar de mirar, mis piernas no me daban, pero
quería saber. Había una mancha marrón. Vi a mis padres abrazados. Recuerdo el
rifle, despareciendo en la tierra junto con el caballo.
Paró la lluvia,
Mamá cebaba mates y vi a mi padre llorar, por primera vez. Corrí a buscar mi
manta de conejo, le envolví el dolor con la manta que fue de su madre.
Cuando volvimos
al pueblo, comprendí que el dolor no se envuelve con trapos…

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