domingo, 25 de septiembre de 2022

FATIGA

 

   Se fue de la casa paterna, nadie soportaba su comportamiento. Lento como una tortuga,  hacía cosas que después olvidaba, ir al baño y no apretar el botón, dejar la puerta de calle con las llaves del lado de afuera. Tomaba micros que iban en sentido contrario a su laburo. Olivo era sereno de un edificio mamotétrico. Permanecía despierto, hacía una errática caminata por el lugar, a las dos horas dormía como un bendito. Cuando llegaban los obreros, Olivo desaparecía. Desayunaba siempre en el mismo lugar.

   El dueño conocía su torpeza mayor, mientras tomaba café, la mitad iba para la corbata, pantalones, o mesa. Mojaba las medialunas en la mesa, o en su corbata, donde hubiera quedado más líquido. Pagaba, olvidaba el vuelto y cuando iba a reclamar, el mozo corrió a abrazarlo y darle las gracias por la cuantiosa propina. Olivo pensó que alegró a alguien y olvidó que era su vuelto.

   Se compró dos cuadernos y cuatro biromes. Le metieron su compra en esas bolsas de nylon perversas, que se abren de abajo y adiós cuadernos y pseudo biromes. Mientras comía un pancho de plaza, se le fue medio frasco de mostaza en el centro del pecho.

   Cada vez que tomaba un micro, le robaban la billetera.

   Hacía los trámites, pero llegaba tarde. Lo llamaban “Fatiga”, por su andar bamboleante y perezoso. Olivo no hizo más trámites, se agotó. Renunció a su laburo. Lo echaron de la pensión por falta de pago y volvió vencido a la casa de sus viejos. Lo recibieron como hijo pródigo, a los postres, el padre le preguntó.

   —¿Olivo, a qué hora te vas? El reloj dio las doce campanadas, hijo tomate el olivo. Te pedí un taxi. 

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