Se fue de la
casa paterna, nadie soportaba su comportamiento. Lento como una tortuga, hacía cosas que después olvidaba, ir al baño
y no apretar el botón, dejar la puerta de calle con las llaves del lado de
afuera. Tomaba micros que iban en sentido contrario a su laburo. Olivo era
sereno de un edificio mamotétrico. Permanecía despierto, hacía una errática
caminata por el lugar, a las dos horas dormía como un bendito. Cuando llegaban
los obreros, Olivo desaparecía. Desayunaba siempre en el mismo lugar.
El dueño conocía su torpeza mayor, mientras
tomaba café, la mitad iba para la corbata, pantalones, o mesa. Mojaba las
medialunas en la mesa, o en su corbata, donde hubiera quedado más líquido.
Pagaba, olvidaba el vuelto y cuando iba a reclamar, el mozo corrió a abrazarlo
y darle las gracias por la cuantiosa propina. Olivo pensó que alegró a alguien
y olvidó que era su vuelto.
Se compró dos
cuadernos y cuatro biromes. Le metieron su compra en esas bolsas de nylon
perversas, que se abren de abajo y adiós cuadernos y pseudo biromes. Mientras
comía un pancho de plaza, se le fue medio frasco de mostaza en el centro del
pecho.
Cada vez que
tomaba un micro, le robaban la billetera.
Hacía los
trámites, pero llegaba tarde. Lo llamaban “Fatiga”, por su andar bamboleante y
perezoso. Olivo no hizo más trámites, se agotó. Renunció a su laburo. Lo
echaron de la pensión por falta de pago y volvió vencido a la casa de sus
viejos. Lo recibieron como hijo pródigo, a los postres, el padre le preguntó.
—¿Olivo, a qué
hora te vas? El reloj dio las doce campanadas, hijo tomate el olivo. Te pedí un
taxi.

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