miércoles, 7 de septiembre de 2022

Y SI SIGUE ASÍ, CHAU

 

   El mundo, antes de razonar como adulto, me resultó un lugar inapropiado. Mis padres me prohibieron la palabra Perón, la peor de todas, como Eva, malas palabras. En el Jardín tuve mi primera confusión. La maestra de la Sala Azul pidió que levantaran la mano, quienes querían a Perón y Evita. La única que no lo hizo fui yo. La Señorita me preguntó el porqué, le dije que Pa y Ma me prohibían decir malas palabras y menos quererlas. A Mamá la dejaron cesante. Cuando llegué a casa me dio un coscorrón, mientras me preguntaba si yo era idiota. Pero si ella me había dicho, ¿cómo era? ¿No es que lo que los padres dicen se obedece? En la foto que tengo veo mi cara de no entender, los otros niños están sonrientes y yo con seriedad constipada.

   Mi padre trabajaba en Asesoría de Gobierno, un cargo menor que le permitió terminar su carrera. Un día me llevó para mostrar a sus compañeros qué linda hija tenía. Me preguntaban cosas y como charleta metiche realicé un largo monólogo donde les rogué que no me preguntaran si quería a las malas palabras. Todos quedaron en ascuas, menos el Jefe de mi padre, que me sentó en su falda y me pidió que le dijera en el oído de cuáles palabras se trataba. No hablé pero le señalé su escudito en la solapa y formulé que esos dos eran malas palabras, las peores, según mis papis. Dejaron cesante a mi Padre, que no me pegó, pero tardó una semana en dirigirme la palabra. Mamá hablaba por él, pero pegando empujones, cada vez que me encontraba.

   El castigo fue vivir con mi abuela durante un año, hasta que la mala palabra cayó. En ese pueblo polvoriento, me divertí tanto, que el mundo no me pareció tan inapropiado. Papá me perdonó con un exabrupto de regalos. Mamá no, ella nunca supo perdonar a nadie que no fuera de origen animal.

   Crecí en el agobio de las contradicciones. Fui chica para hacer cosas divertidas y grande para la terribilidad de secar los platos y lavar mis calzones. La juventud a través de ligeros compromisos político-ideológicos desarrollaron la frase consabida: “Casi toda injusticia era dada por las contradicciones del sistema.”

   Seguí imprudente, una noche de dictadura militar, observé desde un auto, unas diez personas con ametralladoras y de civil, formando pasillo en una casa particular. Por el medio arrastraban de los pelos, a puntapiés, a un grupo de chicos de mi edad. Fui a la comisaría más cercana y relaté el episodio rogando que fueran de inmediato, el episodio era cerca. Me pidieron documentos y me llevaron a una celda. Pasé unas tres horas, hasta que tres tipos me arrancaron del jaulón y me abandonaron en una plaza desconocida. Había uno bueno, que les decía a los otros que yo era tonta. Pensaba igual que Mami.

   Fui expulsada de mi grupo anarquista. El mundo no me parecía: era un lugar inhóspito. Y que tenga noticias, lo sigue siendo.

   Cuando fui grande, terminé viviendo en un pueblucho de apariencia inofensivo. Las apariencias son aliadas de lo inhóspito. En plena democracia, habiendo vivido en las ciudades más sanguinarias de este país, sin sufrir ni un rasguño. Vecinos inmediatos, llaman a la policía dos o tres veces por año, presentando quejas de mi conducta inapropiada: gritar por la tala de árboles, protestar por el avance de la construcción sobre las Sierras o dejar gotitas, cuando riego, en el piso encerado del porchecito de mi vecina. ¿Y? ¿Es inapropiado o no?

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