El mundo, antes
de razonar como adulto, me resultó un lugar inapropiado. Mis padres me
prohibieron la palabra Perón, la peor de todas, como Eva, malas palabras. En el
Jardín tuve mi primera confusión. La maestra de la Sala Azul pidió que
levantaran la mano, quienes querían a Perón y Evita. La única que no lo hizo
fui yo. La Señorita me preguntó el porqué, le dije que Pa y Ma me prohibían
decir malas palabras y menos quererlas. A Mamá la dejaron cesante. Cuando
llegué a casa me dio un coscorrón, mientras me preguntaba si yo era idiota.
Pero si ella me había dicho, ¿cómo era? ¿No es que lo que los padres dicen se
obedece? En la foto que tengo veo mi cara de no entender, los otros niños están
sonrientes y yo con seriedad constipada.
Mi padre
trabajaba en Asesoría de Gobierno, un cargo menor que le permitió terminar su
carrera. Un día me llevó para mostrar a sus compañeros qué linda hija tenía. Me
preguntaban cosas y como charleta metiche realicé un largo monólogo donde les
rogué que no me preguntaran si quería a las malas palabras. Todos quedaron en
ascuas, menos el Jefe de mi padre, que me sentó en su falda y me pidió que le
dijera en el oído de cuáles palabras se trataba. No hablé pero le señalé su
escudito en la solapa y formulé que esos dos eran malas palabras, las peores,
según mis papis. Dejaron cesante a mi Padre, que no me pegó, pero tardó una
semana en dirigirme la palabra. Mamá hablaba por él, pero pegando empujones,
cada vez que me encontraba.
El castigo fue
vivir con mi abuela durante un año, hasta que la mala palabra cayó. En ese
pueblo polvoriento, me divertí tanto, que el mundo no me pareció tan
inapropiado. Papá me perdonó con un exabrupto de regalos. Mamá no, ella nunca
supo perdonar a nadie que no fuera de origen animal.
Crecí en el agobio
de las contradicciones. Fui chica para hacer cosas divertidas y grande para la
terribilidad de secar los platos y lavar mis calzones. La juventud a través de
ligeros compromisos político-ideológicos desarrollaron la frase consabida:
“Casi toda injusticia era dada por las contradicciones del sistema.”
Seguí
imprudente, una noche de dictadura militar, observé desde un auto, unas diez
personas con ametralladoras y de civil, formando pasillo en una casa
particular. Por el medio arrastraban de los pelos, a puntapiés, a un grupo de
chicos de mi edad. Fui a la comisaría más cercana y relaté el episodio rogando
que fueran de inmediato, el episodio era cerca. Me pidieron documentos y me
llevaron a una celda. Pasé unas tres horas, hasta que tres tipos me arrancaron
del jaulón y me abandonaron en una plaza desconocida. Había uno bueno, que les
decía a los otros que yo era tonta. Pensaba igual que Mami.
Fui expulsada de
mi grupo anarquista. El mundo no me parecía: era un lugar inhóspito. Y que
tenga noticias, lo sigue siendo.
Cuando fui
grande, terminé viviendo en un pueblucho de apariencia inofensivo. Las
apariencias son aliadas de lo inhóspito. En plena democracia, habiendo vivido
en las ciudades más sanguinarias de este país, sin sufrir ni un rasguño. Vecinos
inmediatos, llaman a la policía dos o tres veces por año, presentando quejas de
mi conducta inapropiada: gritar por la tala de árboles, protestar por el avance
de la construcción sobre las Sierras o dejar gotitas, cuando riego, en el piso
encerado del porchecito de mi vecina. ¿Y? ¿Es inapropiado o no?

No hay comentarios:
Publicar un comentario