Compré una
bicicleta fija, en el estoy de no poder salir. Me levantaba a las 9 horas, sin
comer nada en remerón, trepaba a la bicicleta y llegué a pedalear 8 km. No tuve
voluntad de levantarme temprano y contraté un Instructor. Lo atendí en camisón
y él me marcaba las detenciones, cuando llegaba a los 8 km el Instructor tocaba
el silbato que colgaba de su cuello. Ese sonido perforaba mis oídos.
Luego me hacía
tirar al piso para descansar, guiaba mis elongaciones. Una de ellas consistía
en tomar pies, manos y tirar como si yo fuese Tupac Amarú. Después prendía un
sahumerio y ponía su música salsera. Y decía:
—Nos tiramos
para relajar.
Y entonces le
dije que si quería trabajar conmigo, no trajera el silbato, ni la música ni el
sahumerio.
—Cómo no,
podemos prescindir de esos elementos y le haré masajes para que descanse.
Esos masajes me
hacían resucitar. Cuando empezaba la Clase, yo esperaba que llegara la parte de
los masajes. No vino más. Fui a su Pensión y allí me dijeron que trabajaba en
un Pueblo cercano.
Me atendió sin
sonrisa ni asombro.
—Tirate en el
piso, te haré masajes más intensos.
Me separó los omóplatos clavando sus manos
gordas. Me hizo sufrir mucho, pero aumentó mi necesidad de seguir con aquellos
masajes. Volvió a mudarse a otro Pueblito.
—Pase y tírese
en el piso.
Ese día incrustó
sus manos en las costillas, me partió dos. Grité en silencio, pero tenía
infinitos de aquellos masajes perversos y sensuales. Se mudó otra vez, a
Rosario. Fue un desafío viajar. Atendía en un pasillo oscuro y húmedo.
Cambió la
postura.
—Ponete boca
abajo.
Caminó sobre mi
columna vertebral, ahora lo hacía con sus talones, los apoyó en las cervicales.
¡Cómo me gustó! Las partió en tres. Para mí fue todo un honor.
Al día siguiente
aparecí de nuevo, antes que se mudara.
—Ponete de
rodillas, ubicá los brazos al costado, incliná tu columna lo más que puedas,
hasta quedar con la cabeza de costado, al piso. Caminó fuerte sobre todo mi
cuerpo, me ayudé con una mano, porque en la otra ya me había quebrado todos los
huesitos.
Me fui en un
taxi, directo al Hospital. Me operaron y me pusieron titanio y quedé tan bien,
que busqué al Masajista. Ahora lo veré seguido, vive a media cuadra de casa.
Fui cuando me
dieron el alta, la puerta estaba abierta. Ni me miró:
—Acostate en el
piso, tengo nuevos instrumentos para estos masajes.
Volvió con un
palo de amasar, trabajó tan bello, de los pies a la cabeza, que rompió todos
mis arreglos de titanio y quedé con el espesor de la alfombra, con su seducción
tan rústica me envolvió como si fuera un tapete.
Por fin fui el
tapete de su Estudio, me aplastaba todo el tiempo, me usaba de felpudo.
Disfrutaba como
loca.

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