sábado, 10 de octubre de 2020

QUIERO MÁS, MÁS Y MÁS

 

   Compré una bicicleta fija, en el estoy de no poder salir. Me levantaba a las 9 horas, sin comer nada en remerón, trepaba a la bicicleta y llegué a pedalear 8 km. No tuve voluntad de levantarme temprano y contraté un Instructor. Lo atendí en camisón y él me marcaba las detenciones, cuando llegaba a los 8 km el Instructor tocaba el silbato que colgaba de su cuello. Ese sonido perforaba mis oídos.

   Luego me hacía tirar al piso para descansar, guiaba mis elongaciones. Una de ellas consistía en tomar pies, manos y tirar como si yo fuese Tupac Amarú. Después prendía un sahumerio y ponía su música salsera. Y decía:

   —Nos tiramos para relajar.

   Y entonces le dije que si quería trabajar conmigo, no trajera el silbato, ni la música ni el sahumerio.

   —Cómo no, podemos prescindir de esos elementos y le haré masajes para que descanse.

   Esos masajes me hacían resucitar. Cuando empezaba la Clase, yo esperaba que llegara la parte de los masajes. No vino más. Fui a su Pensión y allí me dijeron que trabajaba en un Pueblo cercano.

   Me atendió sin sonrisa ni asombro.

   —Tirate en el piso, te haré masajes más intensos.

   Me separó los omóplatos clavando sus manos gordas. Me hizo sufrir mucho, pero aumentó mi necesidad de seguir con aquellos masajes. Volvió a mudarse a otro Pueblito.

   —Pase y tírese en el piso.

   Ese día incrustó sus manos en las costillas, me partió dos. Grité en silencio, pero tenía infinitos de aquellos masajes perversos y sensuales. Se mudó otra vez, a Rosario. Fue un desafío viajar. Atendía en un pasillo oscuro y húmedo.

   Cambió la postura.

   —Ponete boca abajo.

   Caminó sobre mi columna vertebral, ahora lo hacía con sus talones, los apoyó en las cervicales. ¡Cómo me gustó! Las partió en tres. Para mí fue todo un honor.

   Al día siguiente aparecí de nuevo, antes que se mudara.

   —Ponete de rodillas, ubicá los brazos al costado, incliná tu columna lo más que puedas, hasta quedar con la cabeza de costado, al piso. Caminó fuerte sobre todo mi cuerpo, me ayudé con una mano, porque en la otra ya me había quebrado todos los huesitos.

   Me fui en un taxi, directo al Hospital. Me operaron y me pusieron titanio y quedé tan bien, que busqué al Masajista. Ahora lo veré seguido, vive a media cuadra de casa.

   Fui cuando me dieron el alta, la puerta estaba abierta. Ni me miró:

   —Acostate en el piso, tengo nuevos instrumentos para estos masajes.

   Volvió con un palo de amasar, trabajó tan bello, de los pies a la cabeza, que rompió todos mis arreglos de titanio y quedé con el espesor de la alfombra, con su seducción tan rústica me envolvió como si fuera un tapete.

   Por fin fui el tapete de su Estudio, me aplastaba todo el tiempo, me usaba de felpudo.

   Disfrutaba como loca.

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